Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores: Terrorismo

Catón

Doña Nuncia, esposa de don Layo, pasó frente a una tienda de mascotas y vio que estaba en venta un loro huasteco a un precio verdaderamente bajo: 25 pesos. Le preguntó al dueño por qué lo daba tan barato. Explicó el hombre: “Estuvo en un burdel por varios años, y aprendió ahí todas las malas palabras que el castellano tiene, y algunas más en lenguas extranjeras. He tratado en mil modos de hacer que no las diga, incluso lo amenacé con acusarlo ante su mamá y su abuelita, pero ni por esas. Sigue maldiciendo más que un carretonero de los de antes. Lléveselo. Se lo doy con un descuento del 1 por ciento”. Doña Nuncia era incapaz de resistir una oferta. Habría comprado un dromedario si mostraba en la giba el cartel “Sale”. Así, se llevó el cotorro a su domicilio. Lo primero que dijo el loro al verse ahí fue esto: “Nueva casa. Nueva madama”. (La madama, también llamada en jerga de lenones “madrota”, “mariscala” o “mamasanta”, es la mujer que regenta un prostíbulo, mancebía o lupanar). La señora se amoscó un poco, pero ya estaba sobre aviso, de modo que no reprendió al loro. En eso llegaron las tres hijas del matrimonio. Comentó el perico: “Nueva casa. Nueva madama. Nuevas muchachas”. Rieron las chicas, divertidas, pero tampoco eso le agradó a doña Nuncia. Poco después entró don Layo, su marido. Lo vio el cotorro y exclamó alegremente: “¡Hola, don Layito!”. Lo que en seguida voy a relatar debe haber sucedido, si la memoria no me engaña —últimamente se ha vuelto muy mentirosa—, el mes de agosto del 74. En aquel tiempo estaba yo en París, cuando París todavía era París y cuando yo todavía era yo. Había ido al cine, y al salir pasé por un bistro. Sentí deseos de entrar a cenar algo, pero ya era tarde, quizá las 11 de la noche, de modo que caminando me dirigí al Hotel Cusset, mi alojamiento, que estaba a la vuelta de la esquina. Pasé frente al local del periódico L›Aurore, y me llamó la atención ver un auto compacto, color rojo, estacionado sobre la acera del edificio, en modo que me obligó a bajar de la acera para poder pasar. Llegué a mi habitación, leí algo y apagué luego la luz. En eso una tremenda explosión lo sacudió todo. Los vidrios de las ventanas de mi cuarto cayeron sobre la cama. Ni siquiera me vestí. En piyama bajé al lobby, donde ya había numerosos huéspedes, en bata o piyama también. Se nos dijo que un carro bomba había estallado frente al periódico que dije. Pensé que si me hubiera quedado a cenar en aquel bistro quizás el coche habría hecho explosión al momento de pasar yo junto a él. Conocí entonces, por experiencia de primera mano, los riesgos que trae consigo el terrorismo. Ese mal llegó ya a México, según lo muestra el estallido de un carro bomba en Guanajuato. Desde luego López culpará del hecho a los gobiernos anteriores, desde el de Acamapixtli hasta el de Calderón —a Peña Nieto no lo mencionará—, pero lo cierto es que su aberrante política de abrazos, no balazos, sigue dando sus amargos frutos. Y ya no digo más, pues eso de «amargos frutos» sonó muy melodramático… Don Cucurulo, señor de edad madura, comentaba tristemente: «Todas las mañanas me levanto sintiendo los efectos de la noche anterior. Y resulta que la noche anterior no hice absolutamente nada»… Doña Jodoncia le contó a su esposo don Martiriano: «Tuve una horrible pesadilla. Soñé que tú y Brad Pitt se peleaban por mí, y ganabas tú»… Exactamente a los 9 meses de casada la joven esposa dio a luz gemelos. El marido le advirtió al médico: «Espere uno más, doctor. Recuerdo bien que en la noche de bodas lo hicimos tres veces». FIN.

Llamada de emergencia

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

Me habría gustado conocer a doña Nina de Mercier. Vivió en la Ciudad de México en la primera mitad del pasado siglo. Se ganaba la vida dando clases particulares de francés a niñas bien, aunque lo hablaba con un acento que un buen oyente habría identificado como del barrio de la Merced.
Era positivista. Profesaba las ideas de Auguste Comte, a quien llamaba familiarmente «mi paisano». Escandalizaba y divertía al mismo tiempo a las mamás de sus alumnas cuando les cantaba —en español y en voz baja— cuplés aprendidos en las carpas de los barrios bajos de la capital.
Su positivismo admitía ciertas excepciones. En cierta ocasión alguien le preguntó si creía en los espantos, o sea en los fantasmas. Respondió ella:
—No. Pero les tengo miedo.
Me habría gustado conocer a doña Nina de Mercier. Yo tampoco creo en los fantasmas, pero también los temo. Le habría pedido que me cantara alguno de aquellos pícaros cuplés, quizás ese que dice: «Si tu esposo te engaña no llores, dejalé, y córtale el bigote cuando dormido esté. Y algo más también que no puedo decir. Y algo más también que no he de repetir».
¡Hasta mañana!…

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