Luis Rubio
La polarización lo altera todo: desde la formulación de las cosas hasta la inclinación a escucharlas. La polarización destruye el lenguaje, y términos ampliamente aceptados se transforman en conspiraciones polémicas propensas al exterminio de adversarios.
Doblados por la obsesión por confrontar el bien con el mal, resulta al final casi imposible reconocer puntos en común, espacios donde no hay diferencias significativas, donde lo común es mayor y más sustantivo que la distancia y la diferencia.
En ese ámbito ha caído el concepto de sociedad civil: presentada como excluyente de las élites —los conservadores en la nueva lengua vernácula—, quedan excluidas miles de organizaciones de base que no tienen tiempo para disputar designaciones pero que representan a ciudadanos que exigen respeto a sus derechos.
La sociedad civil de México es mucho más de lo que parece ser. Difamar a estas organizaciones significa atacar a ciudadanos legítimos que no hacen más que luchar por los derechos consagrados en la constitución.
Lo que diferencia a los miembros de la sociedad civil —concepto acuñado por Aristóteles— no es el nivel de ingresos de sus miembros, sino la voluntad de hacer que sus derechos sean escuchados y cumplidos, insistiendo en la satisfacción de sus reclamos y participando activamente en procesos políticos y sociales.
Desde esa perspectiva, hay muchas más organizaciones que, muchas veces sin título ni registro, representan a la ciudadanía que las que existen formalmente.
Allí encontramos a las mujeres de Cherán en el Estado mexicano de Michoacán, hartas de que los madereros les arrebaten su fuente de trabajo, secuestrando y asesinando a sus hijos y esposas, quienes se organizan para enfrentarlos y erradicarlos.
En el poblado de Santiago Ixcuintla, Nayarit, no ha habido un solo secuestro en años gracias a la organización ciudadana. En Monterrey, las hermanas religiosas de Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (Cadhac) diseñaron un nuevo modelo para la Fiscalía.
En los Estados de Veracruz y Morelos (Tetelcingo) las familias de “desaparecidos” se han organizado en grupos, se han formado en ciencias forenses (mujeres convertidas en expertas en muestras de ADN) y en la búsqueda de fosas.
Los ejemplos proliferan a lo largo del país, con distintos grados de éxito, pero que en su conjunto evidencian la presencia de una sociedad activa, participativa y exigente.
Las comunidades organizan eventos y concursos en deportes, cultura, festividades y tradiciones: todo son voluntarios, esencia de ciudadanía y evidencia natural de una sociedad civil. Ni siquiera los operadores gubernamentales más experimentados pueden cooptar a una comunidad que se organiza por sí misma.
El actual Gobierno ha procurado exacerbar no sólo las diferencias, sino también, sobre todo, las percepciones, objetivo central de la narrativa presidencial diaria de madrugada. Los buenos son el pueblo, los malos son los ciudadanos.
El objeto de las ruedas de prensa matutinas son las “buenas personas” que reciben beneficios del Gobierno, que son pasivas y que sólo entienden la lógica del “qué me darás” y “a cambio de qué”.
El antiguo sistema político desarrolló una cultura integral de intercambio de beneficios por votos, pero el Gobierno actual ha elevado esto a un nuevo nivel donde el desarrollo económico ya no es necesario porque con el “apoyo” (es decir, contribuciones o transferencias de efectivo que el Gobierno proporciona) directamente a su base), se compran lealtades duraderas.
En esta dimensión, los ciudadanos son sujetos porque no se cruzan de brazos: ya sean los niños huérfanos de Ciudad Juárez, Chihuahua, que obligaron a las autoridades municipales a centrarse en el feminicidio que los había dejado en esa condición, o las entidades legalmente constituidas que combaten la impunidad y corrupción basada en datos, las fuentes duras de información.
Dos lados de la misma moneda. Algunos se autodenominan sociedad civil, otros simplemente lo son: defienden los derechos y necesidades de sus hijos en las escuelas, insisten en que se atiendan los problemas de seguridad y, en general, responden a la agenda que la realidad les ha obligado a afrontar.
En la interacción entre buenos y malos que promueve el Presidente ha salido a la luz un fenómeno novedoso: muchos individuos han comenzado a descubrir que tienen derechos que no habían identificado o no conocían previamente.
En su afán por ensalzar a unos a costa de otros, el Presidente tal vez haya provocado el envalentonamiento de un número cada vez mayor de mexicanos que podrían renegar y criticar a las llamadas “organizaciones de la sociedad civil”, pero que día a día van avanzando en formar parte de ello, al menos en su forma de exigir sus derechos.
La promoción de la informalidad como estrategia política contribuye al fortalecimiento de la población como objeto de favores gubernamentales, en detrimento del crecimiento de la economía en general.
El objetivo expreso, incluso consciente, puede no ser el de promover la informalidad (porque esto no conlleva beneficios fiscales), pero el efecto es precisamente ese: un trabajador informal debe favores al policía de la esquina, al inspector municipal y, por tanto, a la estructura que con enorme trabajo viene construyendo Morena.
La expectativa expresa es que esta protección y “apoyo” se traduzca en lealtad y votos permanentes, pero nada garantiza que esto suceda.
México se ha dividido entre los que tiran y los que esperan ser tirados. Quizás no haya disputa más trascendental que ésta porque de su resultado dependerá el futuro del país.
@lrubiof
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