Antonio Ortuño
Más allá de la atención puntual del desastre provocado por Otis, queda claro que deben tomarse a futuro medidas suficientes para reforzar Acapulco y otras muchas áreas costeras susceptibles de recibir daños por huracanes, tormentas, marejadas y demás fenómenos
El desastre en Acapulco está a la vista. Su magnitud es tal que resulta una pérdida de tiempo exagerarlo o (sobre todo y como intentan algunos) disminuirlo. Las pérdidas humanas y los costos materiales calculados son enormes y eso que aún estamos lejos de tener una evaluación completa. Pero ya es posible adelantar que los daños son tan profundos que deberán pasar muchos meses o hasta años antes de que el puerto vuelva a compararse con lo que era antes de que el huracán Otis lo golpeara.
¿Qué hace una ciudad que vive del turismo si la infraestructura se deteriora o estropea, las fuentes de empleo colapsan y los visitantes, por necesidad, dejan de llegar? Estamos por verlo. Los turistas volverán, poco a poco, a sus lugares de origen. Pero para los habitantes de la bahía ha sobrevenido una época muy dura, como reflejan los reportes de escasez de agua y alimentos y los saqueos que se produjeron en diversos comercios, llevados a cabo lo mismo por gente desesperada que por aquellos que se aprovecharon del caos. Y eso es sólo el comienzo.
Los focos de la atención pública se han centrado rápidamente en dos aspectos. Por un lado, la tragedia en sí, los testimonios, reportes y crónicas. Por otro, y como resulta inevitable en un clima político tan polarizado como el de este país, las discusiones en torno a la actuación del Gobierno antes y después de Otis. Creo que, sin disminuir las responsabilidades a las que se tengan que enfrentar quienes están a cargo de las instituciones por lo que hicieron o dejaron de hacer, toca ver un poco más allá.
Queda claro que los habitantes de la ciudad son la prioridad, su atención y apoyo (y ya hay miles de mexicanos, de esa sociedad civil que tantos escalofríos le dan al Gobierno, movilizados como donantes de dinero, ropa, medicinas, alimentos y artículos de primera necesidad). Y luego de que pase la emergencia, tendrá que venir la reconstrucción, los créditos para los negocios, el esfuerzo para poner en pie a uno de los principales polos turísticos del país.
Pero el hecho es que, más allá de la atención puntual del desastre provocado por Otis, queda claro que deben tomarse a futuro medidas suficientes para reforzar Acapulco y otras muchas áreas costeras susceptibles de recibir daños por huracanes, tormentas, marejadas y demás fenómenos. Aunque parte de la humanidad se afane en hacerse pato, el cambio climático es tan real que los huracanes de categoría 4 y 5 (entre los que se cuenta Otis) han aumentado en un 75% en los recientes cincuenta años.
México se encuentra entre dos océanos y amplias zonas de su territorio dan a las costas. El crecimiento en la frecuencia y la intensidad de los llamados súper huracanes, impulsada por el aumento en las temperaturas globales, representa un riesgo que debe tomarse muy en cuenta en las políticas públicas. Veracruz, Cancún, Playa del Carmen, Cozumel, Acapulco, Ixtapa, Manzanillo, Vallarta, Mazatlán, Los Cabos y muchos puertos más… No solo se trata solamente de centros de población muy importantes, sino de plazas económicas fundamentales.
Protegerlas en lo posible de los efectos devastadores de los desastres naturales debería formar parte de cualquier programa futuro de gobierno. No sólo con fondos para paliar los desastres (como el desaparecido y extrañado Fonden) sino con medidas concretas en la planeación, la edificación, la infraestructura, los reglamentos, los sistemas de alarma y los planes y protocolos de intervención, evacuación, logística, suministros de energía, comunicaciones, combustibles, alimentos, agua potable, medicamentos y demás.
Me temo que el poder de los huracanes nos hará recordar, una y otra vez, que esto es indispensable, y que el precio por encomendarse a los escapularios en vez de prevenir resultará, como ya vimos, demasiado alto.
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