Cansada del rechazo del pueblo, de los constantes reclamos por su probada ineptitud, de las calificaciones reprobatorias en las evaluaciones mensuales que el pueblo le hacía, la hija del Sátrapa Negro diseñó una nueva estrategia para granjearse la simpatía popular.
Acompañada por su séquito de lambiscones y de aplaudidores a sueldo, la Tía Rata empezó a organizar festivales masivos en las zonas más precarias del reino. Pero hasta eso, siempre en son de burla, y haciendo escarnio de la miseria de los nativos a los que visitaba.
Carente de conciencia de clase, porque nació y se crió en pañales de seda gracias a las riquezas producto del saqueo de su progenitor, la Tía Rata llegaba a esos eventos como diva de Hollywood: ataviada con vestidos elegantes de cortes extranjeros y precios estratosféricos; con zapatillas de diseñadores fifís que valían diez veces lo que ganaba un obrero en todo el año; collares de alto valor monetario colgaban de su cuello y sus bolsos de finas y carísimas pieles, eran una verdadera burla para la pobreza de la gente.
Aún así, la Tía Rata se sentía soñada por regalar migajas a los pobres. Sus porristas a sueldo le exigían al pópulo que también aplaudieran a rabiar cada vez que mencionaban su nombre y que le prodigaran porras y gritos de agradecimiento. Pero la gente sólo estiraba la mano para recoger los boletos para las rifas, para recibir las viandas gratuitas y para llevarse a sus casas los regalos del día. De aplausos nada. De agradecimientos, tampoco.
Y así, la Tía Rata recorrió colonias populares, suburbios y comunidades del reino. Largas filas se formaban para que los nativos ingresaran a las sedes de esos festivales, y sin chistar entregaban copias de sus tarjetas para votar, proporcionaban sus direcciones y algunos hasta firmaban hojas en blanco, con tal de recibir las migajas que la gobernante dispersaba con fines políticos.
Pero ni así creció en las evaluaciones mensuales. Por el contrario, cosechó sonoras mentadas en los eventos a los que acudía con sus exageradamente caras vestimentas, y percibió que reconciliarse con ese pueblo noble y sabio, al que había engañado, traicionado, vilipendiado, ofendido y saqueado, era casi imposible. Difícilmente le iban a perdonar cada uno de sus excesos.
Sí, llenaban las sedes de sus festivales; acataban los requisitos que les exigían para tener derecho a los regalos, aceptaban las dádivas y las migajas. Claro que sí. Al fin y al cabo sabían que eran ínfimas sobras de todo lo que la Tía Rata y sus cómplices se estaban llevando.
Y en sus ojos, cargados de resentimiento y deseos de revancha, los nativos esperaban el momento de tomar cumplida venganza contra la Tía Rata y su banda de asaltantes…
(Continúa…)
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