Alfonso Pérez Daza
Es común escuchar que en regiones como la nuestra se requiere de un Estado fuerte para llevar a cabo las funciones de seguridad, paz social, impartición de justicia, fomento del empleo y cobertura de servicios como la salud, la educación o la infraestructura básica para cientos de comunidades. Pocos estaríamos en contra de esa idea; incluso, se trata de una noción común tanto para el Gobierno como para la oposición: el Estado requiere fortalecerse para cumplir con sus objetivos.
Sin embargo, el debate radica en si deseamos fortalecer al Estado de manera democrática o autoritaria. A la luz de la experiencia reciente, hay países en donde los esfuerzos se han enfocado a fortalecer los liderazgos políticos, por encima de las instituciones. Se trata de exaltar la figura presidencial y su discurso, antes que la labor y funcionamiento de las organizaciones que componen a un Estado. En otros países, se ha fortalecido a la clase política en su conjunto, por encima de la organización ciudadana. Y en otros tantos, es la milicia la que ha ganado terreno por encima de funcionarios u organizaciones de naturaleza civil.
Ninguna de estas experiencias es compatible con la idea de Estado de Derecho que la mayoría de las constituciones de nuestra región postula. Antes, al contrario, los textos constitucionales de la gran mayoría de los países latinoamericanos establecen la división de poderes, sin preeminencia de figuras políticas; la participación acotada de las fuerzas militares; la competencia democrática a través de un sistema de partidos plural y competitivo; la participación ciudadana a través de diversas figuras; y la defensa de nuestros derechos a cargo de tribunales independientes.
Por ello, es preocupante observar cómo las decisiones de diversos actores políticos caminan en sentido opuesto a lo que sus propios principios postulan. No se puede pensar en un fortalecimiento institucional cuando no se garantizan los recursos financieros suficientes para sostener el trabajo burocrático. Difícilmente se puede incentivar el traspaso pacifico del poder cuando se erosiona la legitimidad de las autoridades encargadas de velar por los principios de imparcialidad, legalidad, objetividad y equidad de la contienda electoral.
Menos aún se puede garantizar la impartición de justicia si se desprotege a los juzgadores de manera permanente y se lesiona su autoridad frente a la ciudadanía.
Todos estos elementos han estado presentes en el último lustro, no solo en diversos países de América Latina, sino de Europa y Estados Unidos. Parece que regatear la continuidad democrática y desafiarla ha funcionado para aquellos que, paradójicamente, compiten dentro de las reglas democráticas y se sirven de ellas para gobernar. No obstante, debemos reflexionar si esta dinámica política es conveniente para enfrentar los desafíos que se nos presentan como región: migración, inseguridad pública, nuevas pandemias, crisis alimentarias y escasez de agua.
¿Puede un discurso racista contener la migración regional? ¿Puede sobrevivir un régimen democrático con autoridades electorales debilitadas? ¿Podemos garantizar la distribución equitativa de servicios públicos con burocracias disminuidas? ¿Podemos fortalecer un Estado de derecho debilitando sistemáticamente sus pilares?
Los especialistas hablan de un “súper ciclo” electoral en América Latina, pues entre 2021 y 2024 todos los países de la región, excepto Bolivia, celebran elecciones presidenciales o legislativas. En 2024, nuestro país, junto con El Salvador, Panamá, República Dominicana, Uruguay y Estados Unidos, realizarán elecciones generales. Más allá de candidaturas, vale la pena reflexionar qué tipo de clase política deseamos elegir: una que construya democracia o que la destruya.
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