La orden de detener a un grupo de jóvenes que en las fiestas carnestolendas personificaron con botargas a la Tía Rata no es algo novedoso. Por el contrario, es parte de la vieja escuela del Sátrapa Negro, quien en sus tiempos de mandamás no permitía ni la más mínima crítica, diserta don Julián a un grupo de nativos que se reúne en la plaza pública todas las noches para escuchar sus anécdotas.
Entre sus oyentes, un senecto ya mayor, con más de 90 abriles en la espalda, pide la palabra para narrar una de sus más terribles experiencias que sufrió en los tiempos de la represión sansorista.
De cabellos enteramente canos, espalda encorvada y voz apenas audible, don Jacobito, como se identificó el espontáneo charlista, cuenta que hace ya muchos años, en los tiempos en que el Sátrapa Negro gobernaba con mano dura a este noble pueblo, no había tanta libertad de expresión ni se podía enterar el pueblo de los abusos de sus gobernantes a través de las benditas redes sociales.
“Para hablar de los abusos del Gobierno, el pueblo recurría a los panfletos —explica el vetusto nativo del reino de la Culebra y la Garrapata—, los cuales se repartían de mano en mano, y sea que se redactaran a mano en hojas blancas, o bien que se mandaran imprimir en algún taller particular, con el riesgo de que el dueño de la imprenta también sufriera la represión del intolerante mandatario de oscura piel”.
“Yo trabajaba como velador en los Talleres Gráficos Estatales, en donde se imprime el Periódico Oficial, y en donde también se hacían, por debajo del agua, algunos trabajos particulares. Ocasionalmente algún panfleto del Carnaval en donde no se ofendiera a la autoridad, o los programas con las actividades de las fiestas en los barrios tradicionales, donde se anunciaban los bailes populares, corridas de toros o los kermeses donde se elegía a las reinas de belleza”.
“En una ocasión —recuerda con cierto pesar don Jacobito— llegué a mi centro de trabajo, el cual encontré cerrado. Cajones y escritorios volteados, y un numeroso grupo de policías judiciales revisando documentos y esposando a uno de los muchachos que trabajaba en los talleres”.
“Cuando me vieron, de inmediato me apresaron, me esposaron, me cubrieron el rostro con una bolsa negra, y me subieron a una camioneta junto con el otro trabajador. Nos llevaron a una casa de seguridad ubicada por los rumbos de Seybaplaya, y durante todo el trayecto nos iban golpeando la cara, la espalda, el abdomen, las piernas… Nos exigían que dijéramos quién había hecho el panfleto en que se revelaban algunas de las corruptelas del entonces gobernador. Que quién lo escribió, quién lo financió, quiénes lo repartieron y todo eso…”.
Sentía que me colocaban una pistola en la frente y que jalaban del gatillo, como una tortura psicológica para que dijéramos la verdad. Pero ¿cuál verdad si yo era un simple velador y el otro muchacho un obrero que sólo se encargaba de operar la maquinaria?”
—“Ya se los llevó la chingada, el patrón está muy molesto y nos ordenó que matáramos a quien tuviéramos que matar con tal de hallar y llevarle a los culpables… gritaba el que parecía el comandante, al tiempo que me propinaba un puntapié en el abdomen que provocó que me desmayara…”.
(Continúa…)
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