Jorge Zepeda Patterson
Hace unas semanas una nota de este diario hacía una reflexión interesante: “¿son los grandes líderes quienes provocan los acontecimientos o los acontecimientos los que crean la oportunidad de que surja un líder? La pieza se refería a Napoleón, a propósito del estreno de la película de Ridley Scott, pero es una pregunta válida. Toda proporción guardada, los dos grandes momentos de ruptura política de la historia reciente de nuestro país quedaron definidos en gran medida por la personalidad de dos hombres: Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador.
En las elecciones del 2000, Fox fue “el vehículo” que encontró el momento en que finalmente colapsó la hegemonía del PRI y fue sacado de Los Pinos. No se trata de minimizar a Fox, quien hizo su parte con su estilo desenfadado y fresco, pero el grueso de la explicación del derrumbe del régimen anterior debe acreditarse al efecto combinado del descrédito del salinismo, la devaluación del peso, la muerte de Colosio, la rebelión del EZLN, la pérdida electoral del Congreso y de la Ciudad de México (1997) y la escasa identificación con el PRI por parte de Ernesto Zedillo, mandatario en funciones.
La derrota presidencial del PRI se veía venir, y el que se presentó fue el ranchero guanajuatense (y bien podría haber sido Manuel Clouthier si siguiera vivo, o Diego Fernández de Cevallos si no hubiera estado metido en tantos negocios). Así que el gran momento democrático, el de la ansiada apertura, asumió el rostro de Vicente Fox. Y francamente me parece que eso es parte de la pobreza, de los alcances de esa transición del poder que, en muchos sentidos, no lo fue.
Desde luego se agradece el intento de pluralizar el gabinete y abrir espacios a la sociedad civil en ese sexenio, pero la transformación fue más de forma que de fondo. Basta decir que el control hacendario siguió en manos de los mismos y con ello el grueso de las políticas económicas: el poderoso secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, había sido el subsecretario del ramo en tiempos de Salinas.
Los cuadros formados con Pedro Aspe, ministro salinista, ocuparon las posiciones clave los siguientes 18 años, con o sin alternancia. Con una agravante, mientras que los dos presidentes anteriores, Salinas y Zedillo eran técnicos con formación en economía, Fox carecía de ella, lo cual permitió un mayor protagonismo en la sombra del aparato económico que, insisto, era esencialmente el mismo del pasado. Queda para la especulación qué habría sucedido a partir del 2000 con una personalidad con mayor substancia como estadista y qué habría hecho con el enorme capital político con el que inició su Gobierno.
La reflexión también cabe para el momento que vivimos. Parte del desplome de la oposición tiene que ver con su obsesión con un argumento equivocado: la presunción de que la inconformidad de la mayoría de la población la creó López Obrador, cuando en realidad estaba sucediendo algo mucho más profundo. Hay tres procesos que convergen en el surgimiento de una actitud de repudio hacia las fórmulas tradicionales que ofrecían el PAN y el PRI, con o sin López Obrador. Primero, un contexto internacional dominado por la reacción en contra de la globalización indiscriminada.
En Europa la búsqueda de nuevas vías predominó en versiones de un populismo nacionalista conservador, en América Latina en la de populismos progresistas; y casos peculiares como el de Donald Trump, Boris Johnson o Bolsonaro son parte del mismo impulso. Lejos de ser una anomalía, lo de López Obrador, con otras variantes, estaba sucediendo en otros lados del mundo.
Segundo, había razones de fondo para una molestia de parte de los sectores populares, tras décadas de pérdida de poder adquisitivo, congelamiento real del salario mínimo, predominio del sector informal (56% de los trabajadores del país), estancamiento de regiones completas.
En suma, los sectores modernos eran incapaces de absorber al grueso de la mano de obra y los sectores tradicionales seguían expulsándola. El sistema consiguió la prosperidad para un 40% o menos de la población, para el resto carecía de una propuesta viable. Con la desventaja de que ahora la multiplicidad de productos en el mercado, las redes sociales y la omnipresencia de los medios te restregaba en los ojos lo que te estabas perdiendo.
Tercero, agotamiento de las opciones político-electorales. Para entonces los electores habían acudido al PAN dos veces y cuando se decepcionaron regresaron al PRI con Enrique Peña Nieto, sólo para desilusionarse más profundamente. Terminó su sexenio con apenas 24% de aprobación, el más bajo de la historia moderna en México.
En tales condiciones, habría que entender que no fue, como dicen sus adversarios, la capacidad “demagógica” de López Obrador la que generó el deseo de un cambio en favor de los que menos habían recibido del régimen. Como Fox, López Obrador se convirtió en la vía a la que las circunstancias recurrieron para responder a una exigencia de cambio.
En 2018 el tabasqueño llegó a la Presidencia gracias al sufragio en su favor de 30 millones de mexicanos, 15 millones más que en las dos elecciones anteriores. A lo largo de estas tres campañas el discurso de López Obrador cambió muy poco, lo que sí cambió fue la actitud de la mayoría de los mexicanos, que habían perdido la esperanza de que el sistema reconociera sus necesidades.
Y desde luego no sólo fueron las condiciones “objetivas” o circunstancias lo que generó este resultado. También López Obrador hizo su parte. Ganó con el 53.2% de los votos, una proporción que no se veía desde el siglo pasado, cuando los regímenes presidencialistas se aseguraban de que el candidato del PRI obtuviese siempre más de la mitad de la votación (Fox logró 42%, Calderón 35.3%, Peña Nieto alcanzó 38.2%. Tres presidentes por los cuales no votó la mayor parte de los mexicanos, dicho sea de paso).
Quizá otro que no hubiese sido López Obrador, también habría ganado, aunque con margen menor. Y, sin embargo, una vez concretado el triunfo, al igual que en el caso de Fox, lo que siguió sí dependió en mucho de las peculiaridades del personaje. Y es allí donde la compleja trama entre los procesos estructurales o “condiciones objetivas”, según los clásicos, se entrelazan simbióticamente con las singularidades de los protagonistas para concretar la manera en que transcurre la historia. El cambio de régimen “nos sucedió” con un hombre con la personalidad, las certidumbres, fobias y filias de un personaje tan singular como López Obrador. Pero esa es otra historia.
@jorgezepedap
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