Catón
Los Estados Unidos tienen su López Obrador en la persona de Trump, y México tiene su Trump en la persona de López Obrador. Si Plutarco —el de Queronea, no el de Guaymas— reviviera, quizás escribiría una más de sus Vidas Paralelas con las figuras de estos dos individuos, tan disímbolos entre sí por sus orígenes, tan semejantes entre sí por su conducta. Ambos son arrogantes, prepotentes, mentirosos, violadores contumaces de la ley, enemigos de las instituciones, agresivos, manipuladores, ambiciosos sedientos de poder. Y no lo digo yo: lo dicen ellos mismos con su comportamiento. Cuando a dos se les compara uno de los dos repara. Ni AMLO ni Trump repararían al verse así equiparados, pues ambos consideran virtudes políticas las que en verdad son taras morales. Hay una diferencia, sin embargo. Trump vive en un país de leyes, como lo prueba el hecho de que velis nolis, es decir a querer o no, por fuerza, a huevo, ha debido comparecer ante los representantes de la justicia para responder a graves imputaciones en su contra, en tanto que López atenta a diario contra el orden jurídico y hace caso omiso de los dictados de los jueces sin sufrir penalidad alguna. Con sobra de razón nos dice un cierto amigo: “Todos ustedes están ligeramente jodidísimos, menos yo también”… Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo una proposición libidinosa a Dulcibel, muchacha de buenas familias educada en el Colegio de la Reverberación. Ella rechazó la demanda salaz del fornicario. Le dijo, terminante: “No puedo hacer eso. Quebrantaría el sexto mandamiento”. “¿Y qué? —adujo Afrodisio—. Todavía quedarían otros nueve”… Por estos días leo “El presente del futuro”, la obra cardinal de Tessagy Agetro. En su libro afirma el escritor que el matrimonio y la pena de muerte —ningún parangón establece el autor entre esas dos instituciones— desaparecerán antes de que termine el siglo actual. Aunque tiendo a dudar de todo, incluso de mis dudas, creo que el pronóstico del filósofo eslovaco se realizará. Me baso para pensar eso en lo que le sucedió a cierta conocida mía cuyo nombre no diré por razones que se entenderán. Llevaba ya 10 años de relación íntima con un tenedor de libros. Con ese tenedor se picaba dos veces por semana, los martes y los viernes, de 5 a 7 de la tarde. El día que se cumplió tal decenario ella le pidió al metódico señor que se casara con ella, pues los vecinos empezaban a murmurar. Él se negó de plano. Le dijo la mujer: “Dame una razón por la cual no quieres regularizar nuestra precaria situación”. “Te daré siete razones —contestó el sujeto—. Mi esposa y mis seis hijos”. (Nota. Hizo muy bien la cuenta. Ya dije que era tenedor de libros)… Declara una traviesa bomba yucateca: “No comprendo a los doctores, / ni comulgo con sus cosas. / A un par de piernas preciosas / ¡llaman ‘miembros inferiores’!”… Legia —no Ligia, nombre tan común en la Península— estaba muy orgullosa de sus piernas, largas y bien torneadas como las de Marlene —Marie Magdalene— Dietrich o Cyd Charisse. Un avieso galán se las alabó. Ella manifestó, ufana: “Mis piernas son mis mejores amigas”. “Lo entiendo —dijo el untuoso sujeto—. Pero hay ocasiones en que hasta las mejores amigas deben separarse”… En la reunión de parejas hubo copia de copas. Copia es abundancia de algo. El anfitrión, don Cucoldo, fue al baño de visitas y lo halló ocupado. Se dirigió al de su recámara y halló ocupada a su mujer en el lecho conyugal con un compadre de ambos. Regresó a donde estaban los invitados y les contó muy divertido: “Mi compadre Pitoncio anda tan borracho que cree que soy yo”. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
El sultán Abd-al-Manzor supo de un joven que cantaba hermosas canciones que él mismo componía. Se llamaba Zayed, y era campesino.
Hizo que lo buscaran en su aldea y lo llevaran ante él. Cuando lo tuvo en su presencia le pidió que cantara una canción.
El muchacho cantó tan bellamente que el sultán cerró los ojos para oírlo. Después diría que la voz del cantor le dio a ver el paraíso que el Profeta guarda para los creyentes.
Terminó su canción Zayed. Una hora después Abd-al Manzor volvió a sus sentidos, y ordenó a su tesorero que le entregara al joven 30 mil dinares, una fortuna inmensa que ni el hombre más rico del reino poseía. Le dijo el campesino:
—Dame solamente 10, lo necesario para regresar a mi casa. La riqueza que me ofreces me empobrecerá del todo, pues yo dejaré de ser yo.
De esto hace muchos años. Han pasado siglos desde que Abd-al-Manzor pasó. Pero Zayed no ha muerto. Su canción se canta todavía. Una bella canción, y quien la hizo, viven para siempre.
¡Hasta mañana!…
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