En el reino de la Culebra y la Garrapata, sus habitantes se conocían casi todos. En la calle se saludaban, en los parques públicos se detenían a platicar sobre la familia, mientras los niños se subían a los juegos, y en los cafés pasaban horas tratando de componer el mundo sin dañar a nadie.
Desde los viernes por la noche, los más longevos salían a las puertas de sus casas a jugar la “lotería campechana”, en compañía de sus vecinos y en los “Martes de Pintadera” colocaban toldos en las calles de sus colonias para divertirse, mientras se teñían el cuerpo de mil colores y danzaban al compás de un conjunto musical.
En las noches de calor, cuando las temperaturas rebasaban los 40 grados centígrados, era común ver en todas las casas de los barrios que la gente dormía en sus hamacas con puertas y ventanas abiertas. Y nunca se dio el reporte de algún robo y mucho menos que algún lugareño haya perdido la vida de manera violenta de manos de algún sicario.
La gente iba al mercado los domingos para surtirse con carnes, frutas y verduras para casi toda la semana. Y no se veía a ninguno de los lugareños de mayor solvencia económica andar acompañado de algún vigilante, cuidador, guardaespalda o guachoma. Es más, hasta casi todos sus gobernantes se daban el lujo de caminar a sus anchas por las calles, sin recibir ningún intento de mentada de madre.
El reino de la Culebra y la Garrapata era pues, una región de paz, de tranquilidad y dícese que hasta de ensueño, al que un Premio Nobel de Literatura describió como un lugar en donde “ni las aguas del mar se mueven”.
Pero todo cambió cuando llegó a Palacio Real la Tía Rata y su horda de piratas foráneos. La delincuencia aumentó, robos, asaltos, extorsiones, ejecuciones, abigeatos… y el pueblo empezó a sentir miedo porque sospechaba que ese inusitado incremento de la ola delictiva venía íntimamente ligada con la llegada de los nuevos gobernantes foráneos.
Su sospecha se confirmó cuando la clase gobernante dejó de salir a la calle a caminar sin vigilancia, y empezó a movilizarse en vehículos blindados, resguardados por decenas de guardaespaldas fuertemente armados.
Hasta personas que no estaban en el Gobierno, como los familiares de la Tirana de Palacio, ostentaban por las calles la presencia de sus guardaespaldas armados hasta los dientes. Como si tener guarura les diera un nuevo y más cotizado estatus social.
Sin embargo para el pueblo ese pánico sólo hablaba de complicidades con la delincuencia. O con uno de los grupos de delincuentes, por lo que temían que los otros bandos tomaran cruenta venganza por haber cedido el territorio a los rivales. Cuestión de interpretación…
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