Salvador Camarena
Desde 1993 México no vivía lo que experimenta hoy. Este miércoles se reedita, con ajustes propios de la personalidad del hoy mandamás, un destape presidencial, rito que le dice al pueblo que el ocupante del trono lo cederá a alguien suyo, que sin sobresalto una época concluye y otra nacerá.
La última vez en que nuestra política fue recorrida por esta emoción cuasitelúrica México era otro país. Sin comercio libre con Estados Unidos, con incipiente membresía global. Era una nación volcada hacia adentro a la que su tecnocracia gobernante pretendía abrir, forzarla a competir mundialmente.
Mas también era el mismo México del reparto dramáticamente desigual de la riqueza, de la falta de justicia —y mientras más en la base menos acceso de las víctimas a la protección del Estado—, del ensimismamiento de las clases políticas y empresarial en sus temas y no en los de la población…
En aquel año el otrora régimen se había recuperado de un susto mayor. La reñida elección de 1988 era vista ya como accidente, momento de excepción que no debía repetirse. La competencia democrática servía para ganar legitimidad externa e interna, pero habría que dosificarla, hacerla marginal.
Esa es la esencia del destape, ritual que si es despojado del halo de inevitabilidad devendría en herencia que valdría bien poco. En 1993 Carlos Salinas era un presidente en capacidad de hacer que las urnas favorecieran a su delfín, treinta años después otro mandatario cree poseer eso mismo.
El domingo 28 de noviembre de 1993, los sectores del partido Revolucionario Institucional se pronunciaron por Luis Donaldo Colosio, malogrado candidato. Este miércoles quedará en la historia como la fecha en que el movimiento de otro presidente imperial realizó un nuevo destape digno de ese nombre.
López Obrador puede lo que no pudo o no quiso Enrique Peña Nieto. El tabasqueño logra lo que sólo habrían podido soñar Vicente Fox y Felipe Calderón. El jefe de un movimiento usa esas facultades políticas a las que tantos ascos hizo Ernesto Zedillo. Hay presidente de antes, como Salinas, y destape en forma.
Claudia Sheinbaum Pardo es la elegida del oficialismo para suceder a Andrés Manuel López Obrador. Si antes los valedores del dedo presidencial eran longevos y taimados priístas, López Obrador recurrió a la encuesta para que sus seguidores leyeran las nueve letras que él tanto telegrafió: Es Claudia.
Es Claudia y en la prensa le nacerán virtudes que ni ella imaginó. Es Claudia y tendrá de súbito un millón de amigos que le dirán que desde siempre supieron, claro, que era ella. Es Claudia y oportunistas sirenas lloverán en su cuartel peor que chubasco capitalino. Es Claudia y hoy ya le dicen presidenta.
Es Claudia porque el Presidente, a la vieja usanza, por años dosificó lecciones a su colaboradora. La condujo y la preparó. Él depositó confianza, y la vio pagar con lealtad y resultados. La soltó y la reprendió. Tutor y líder para muchos, pero en los últimos años especialmente para ella, que creció.
Es Claudia porque tras su derrota de 2021 corrigió: hora de volver al origen, declaró. Cambió la capital de colores y discurso. Adiós al verde neutro, bienvenida la morenización de todo. Los chalecos de color guindo son ejército que recorre sin cesar todas las colonias para evangelizar con servicios y promesas.
Es ella porque se convirtió en la líder de los gobernantes de las entidades. Porque supo reclamar a Alfonso Durazo. Porque se la creyó hace bastante. ¿Qué se creyó? Que tenía el derecho y las capacidades para pelear la candidatura, para no dejarse ganar, para imponer su estilo, su aspiración.
Ganó porque supo encontrar el mejor sitio a la sombra del patriarca del nuevo movimiento. Si éste ha de irse, ¿quién le representa mejor?, era la pregunta en las filas lopezobradoristas. Ella contestó abrazando sin remilgos la cargada, feliz en el acarreo, sonriendo a las cientos de bardas.
No fue Marcelo Ebrard, capaz más acomodaticio, profesional pero demasiado egocéntrico: impredecible y nada confiable. Y el miércoles confirmó eso mismo. Le van a recetar la máxima amlista: ambicioso vulgar. Menos fue Adán, el de los toscos modos de arrasar, de ser “como” López Obrador. Nadie lo creyó.
Claudia, en cambio, ha ratificado incluso con arrojo poco democrático que estaba dispuesta a defender a indefendibles como Cuauhtémoc Blanco: la silla del águila bien vale que me vean imponiendo al exfiscal de Morelos un atroz castigo sin sentencia: a Almoloya éste que está contra alguien nuestro.
La científica ha subido a la mesa de la política demostrando que puede comer sapos: ir sin tregua por un cartel inmobiliario dejando intocados a otros abusivos grupos. Así redondeó su personalidad en la carrera presidencial, con ayuda —o habría que decir en abuso— de su Fiscalía no autónoma.
Con esas credenciales de pragmatismo en la mano, ganó a corcholatas de no pocas mañas porque es disciplinada, empeñosa y estricta. Porque supo que el carruaje del aparato morenista se le dispondría a ella más fácilmente que a cualquier otro aspirante pero que tenía que saber conducirlo: lucirse ambos.
La campaña interna era para eso: para mandar guiños a Palacio y a los ultras, a los aspirantes a nuevos caciques regionales, a todos los que se sienten creadores de Morena, a tanta y tanto que se dice más lopezobradorista que López Obrador. Lo logró y su éxito es hoy su nuevo reto.
Tras el confeti y los abrazos llega la hora más compleja. Negociaciones de alta flexibilidad hacia adentro, más claudicaciones hacia afuera. Sumar a todos sin restarse una fuerza que diluya su candidatura por las ambiciones de tantos que buscan cobrarle facturas. El destape es reacomodo, ¿será desbarajuste?
Y, sobre todo, lo que sirvió el miércoles puede no servir mañana. Si la elección morenista era el juego de acomodarse mejor al perfil de López Obrador, dónde ha de ponerse ahora la candidata para que le vean igual pero distinta, lo mismo pero renovado, leal pero con personalidad propia.
Los presidentes poderosos no se eclipsan suavemente. Son astros que resienten las habladurías de un entorno temeroso de perder sus privilegios de estos años: ya se cree mejor que usted señor, dice que quiere superarlo jefe, se está volteando presidente, ¿no será que será demasiado cambio?
La manada de las intrigas palaciegas es un clásico de tiempos sucesorios y para nada exclusivo de la política mexicana. Los retos de la destapada apenas inician. Cuántas muestras de agradecimiento en realidad son veladas manifestaciones de avaricia que no sabrán contenerse si no son satisfechas.
Es Claudia y apenas ha de iniciar su camino bifronte. Consolidar a los lopezobadoristas, al tiempo que trata de convocar de vuelta a muchos de los que se desilusionaron del presidente, de sus formas y arrebatos, de sus majaderías e indolencia, del estilo que partió en buenos y malos al país.
Un presidente fuerte es un valor y un acertijo para un destapado. Colosio sabía que en hombros de Salinas podría llegar a la meta, pero que también heredaría a todos sus malquerientes. Sheinbaum tiene un gran aliado electoral pero también una carga en López Obrador. Es su nuevo gran reto.
Pero hoy, este miércoles, es día de destape. Y ya se oye la bufalada, la cargada, avalancha tan predecible como efervescente que gritará de Tijuana a Yucatán, del Tren Maya a la zona del Yaqui, de Xalapa a La Paz, de San Cristóbal a Monterrey: Es Claudia, y si sabe terminar la faena, heredará un reino. (El País).
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