Miguel Carbonell (*)
En tiempos de populismo es lógico que todo se tienda a entender o a interpretar bajo la idea de que “el pueblo” es la instancia suprema bajo cuya decisión todo debe ser resuelto y decidido. No solamente es una enorme falacia, sino que esa postura olvida los gravísimos atropellos que se han cometido en el pasado a la dignidad de las personas precisamente cuando los gobernantes dijeron estar actuando en nombre del “pueblo”.
Es justamente a partir de la experiencia de los regímenes dictatoriales de la primera mitad del siglo XX y de los espeluznantes genocidios cometidos por sus líderes, que el constitucionalismo desarrolló la idea de una jurisdicción constitucional que fuera una especie de freno frente a los impulsos autoritarios de los demás poderes.
Los jueces constitucionales no tienen que solapar o apoyar los impulsos de la opinión pública. Su trabajo es garantizar la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos, protegiendo sus derechos incluso frente al poder (a veces ejercido en forma de una terrible opresión llegando incluso hasta las masacres genocidas, según bien lo enseña la historia) de las mayorías políticas, mediáticas, económicas o sociales que gobiernen en un momento determinado. No necesitamos jueces populares ni populistas: necesitamos jueces que garanticen los derechos de todos.
Si el apego a las creencias populares mayoritarias fuera la regla que debiera aplicar la justicia constitucional, es probable que en Estados Unidos no se hubiera terminado con la segregación racial en las escuelas, que todavía estuviera prohibido el matrimonio entre personas del mismo sexo, que no hubiera garantías procesales para las personas detenidas, que se pudiera aplicar a diestra y siniestra la pena de muerte, que se persiguiera penalmente el aborto o que se pudiera meter a la cárcel a las personas por lo que son y no por lo que hacen. La idea de una justicia constitucional “popular” es un enorme engaño. Cualquier estudioso del derecho constitucional lo sabe.
Eso no quiere decir que las cortes supremas y tribunales de última instancia deban ser elitistas o defender los intereses de quienes cuentan con mejor asesoría jurídica. Por el contrario: no hay nada más profundamente democrático que asegurar el respeto por igual de los derechos de todas las personas. La democracia no es solamente ir a votar y que luego los gobernantes hagan lo que quieran: las democracias contemporáneas requieren de pesos y contrapesos para evitar los abusos de los gobernantes.
No es cierto que en México tengamos una Suprema Corte que se haya extralimitado en sus decisiones. Al contrario. Nuestra justicia constitucional tardó demasiados años en despertar y en comenzar a entrar al estudio de fondo de los asuntos, de manera que en efecto se lograse dejar protegidos los derechos humanos de las personas más vulnerables.
Hoy contamos con criterios jurisprudenciales de avanzada gracias a que nuestros jueces constitucionales (desde los juzgados de Distrito hasta el Pleno de la Corte) han decidido dejar atrás visiones formalistas y anticuadas, pasando a adoptar estándares internacionalmente reconocidos de protección de los derechos humanos.
Es esta nueva visión de lo que deben hacer los jueces constitucionales lo que debemos de defender, sin por ello renunciar al análisis y a la crítica que, de manera puntual y fundamentada, se pueda hacer a criterios específicos. Pero descalificaciones globales a un trabajo que en lo general va en la buena dirección no abonan en nada.
Analicemos y discutamos sobre nuestra justicia constitucional, siempre con la idea de lograr un mejor respeto para las personas y una impartición de justicia de mayor calidad. Tenemos mucho trabajo por hacer. No nos demoremos.
@MiguelCarbonell
(*) Abogado constitucionalista.
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