Luis Rubio
Usar la brújula no ha sido el punto fuerte de la mayoría de los gobiernos de México, ciertamente no durante la era contemporánea. Pero algunos, como el actual, sacan la pelota del parque.
Desde el fin de la Revolución Mexicana, hace más de 100 años, no ha habido un solo Gobierno que no haya puesto el crecimiento económico como su objetivo central: algunos lo lograron, otros fracasaron, pero todos se plantearon el objetivo de elevar los niveles de vida y acelerar la movilidad social.
Algunas eran pragmáticas, otras ideológicas, algunas profundas y claras de propósito, otras frívolas y superficiales. Algunos se distinguían por emplear tecnócratas competentes, otros despreciaban a estos últimos; algunos eran (más) corruptos, otros extraordinariamente ambiciosos, pero todos intentaron elevar el producto per cápita de la población.
Es decir, todos ellos, excepto el actual. Este Gobierno prefirió apostar por la lealtad de una ciudadanía que sigue siendo pobre.
El punto de partida del actual Gobierno ha sido que hay que atacar las causas de los síntomas: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia, todos ellos a su vez síntomas de los problemas estructurales que aquejan a la sociedad mexicana.
Pero el Gobierno optó por modificar la lógica: nunca se propuso resolver o al menos atacar esas causas, sino sólo los síntomas, que tampoco han sido atacados, pero eso es otra cuestión. Ahora, en el ocaso del mandato presidencial, sólo queda el contexto internacional, que puede ser igualmente benigno o lleno de nubarrones, para el que el Gobierno nunca se preparó.
Es en estos momentos de transición política cuando surgen discusiones sobre la “viabilidad” del país. Los desequilibrios —los nuevos y los de siempre— se acumulan y crecen las preocupaciones: precios, empleos, ingresos, asaltos, dinero de protección.
Cada uno de estos elementos se acumula generando un ambiente de incertidumbre, el mayor riesgo que puede enfrentar cualquier sociedad, especialmente en momentos de sucesión presidencial.
El momento no es como el que precedió a las crisis de las últimas décadas del siglo pasado. México cuenta hoy con una planta manufacturera orientada a las exportaciones que constituye el principal motor de la economía y que le permite una situación holgada en temas de balanza de pagos, la principal debilidad en aquellos tiempos pasados.
Por su parte, las finanzas públicas, aunque se están deteriorando, no se encuentran en una situación catastrófica. Además, los ingresos reales disponibles de los mexicanos han aumentado. En una palabra, las semillas de las crisis de los años 70 y 90 no están ahí.
Lo que sí está presente es un país que se desintegra progresivamente ante la violencia incesante y dos realidades dramáticamente contrastantes en el mundo de la economía: el México asociado a las exportaciones y el resto.
El primero existe en un ambiente de relativa certidumbre, productividad y oportunidades crecientes; este último depende del primero, pero existe en la incertidumbre, la pobreza y la corrupción.
El presidente López Obrador tenía todas las cartas y las habilidades para cerrar esa brecha que consume al país, pero optó por profundizarla y afilarla, todo con el objeto de desarrollar una base social dependiente de las migajas de su mesa en forma de efectivo, transferencias que inexorablemente implican la preservación de la pobreza.
Si algo demuestran los 100 años que precedieron al actual Gobierno —desde el fin de la Revolución—, es precisamente lo que sistemáticamente se le escapa al Presidente: el deseo de progreso, la aspiración de mejorar y desarrollarse que es un rasgo de toda la población.
Aquello en lo que (casi) todos esos Gobiernos anteriores fracasaron y que el actual no ha hecho nada por cambiar, se encuentra en la falta de instrumentos en poder de la población para materializar sus deseos y aspiraciones.
Los Gobiernos van y vienen, pero no se abordan las causas del lento progreso y de algunas de las consecuencias indeseables de las que habla tan a menudo el Presidente.
La historia de los malos Gobiernos no nació hoy. En lugar de centrarse en abordar las necesidades de los ciudadanos y crear condiciones para su progreso, la historia de México está plagada de Gobiernos que ignoraron y eludieron su responsabilidad de crear condiciones para el desarrollo.
Nada ilustra mejor esto que el fracaso en la construcción de un sistema de seguridad eficaz (anteriormente producto del peso abrumador del Gobierno Federal, no de la existencia de un sistema de seguridad funcional), o de la educación, que nunca fue concebida como un medio para promover el avance social, sino para el control político.
¿Cómo puede un país conservar la viabilidad cuando sus estructuras se centran en otros fines? Peor cuando el objetivo es expresamente la preservación de la pobreza y no el desarrollo.
Por supuesto, ha habido presidentes y funcionarios honestos que se comprometieron a atender estos fenómenos, pero lo que cuenta no es el momento en que actuaron ni sus intenciones, sino el resultado, lo que determina la calidad de vida de la población.
Además, es obvio que la naturaleza de estos problemas es compleja y que no pueden disiparse de inmediato, pero lo que es igualmente claro es el hecho de que la retórica siempre prevalece sobre la acción.
Todo esto recuerda las palabras de Bevan, el líder laborista británico: “Esta isla está hecha principalmente de carbón y está rodeada de peces. Sólo un genio organizador podría producir escasez de carbón y pescado al mismo tiempo”.
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@lrubiof
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