Justicia obligó a resarcir daños con 120 mdd
ESTADOS UNIDOS (Agencias).— Una tarde de viernes, en mayo de 1997, Brooks Egerton, periodista de The Dallas Morning News, recibió una llamada telefónica inesperada en la redacción de su periódico.
Al otro lado de la línea, alguien se presentó como Rudolph Kos, un sacerdote acusado de abusar de niños monaguillos, al que Egerton conocía bien —aunque no personalmente— y buscaba sin éxito desde hacía cuatro años, cuando había estallado el escándalo a nivel público.
“Bueno, hablemos”, le dijo el cura. Al principio, el periodista pensó que era una broma. Pero no. Estaba a punto de hacer la entrevista más rara y revulsiva de su carrera, a un tipo que había guardado silencio hasta entonces.
Egerton tenía los datos básicos en la cabeza: chicos, algunos de ocho o nueve años, abusados entre 1980 y 1992 por el hombre que le hablaba.
Las autoridades de la Diócesis católica de Dallas, en donde Kos había trabajado durante 11 años, mantuvieron una actitud negadora o cómplice, incluso después de que un asistente social les dijera un rotundo: “Es un pedófilo de manual”. No lo escucharon, o sí, y no hicieron nada. Lo dejaron en funciones 11 meses más, meses durante los que cometió más abusos.
Ahora, en 1997, Kos llevaba un año suspendido y el obispo Charles Victor Grahmann, a cargo de la Diócesis, decía que no recordaba las advertencias del asistente social.
Egerton se dispuso a escuchar a Kos, que estaba acorralado por un megajuicio civil y otro penal. Diez exmonaguillos, que ya oscilaban entre 18 y 30 años, y la familia de otro que se había suicidado a los 21, Jay Lemberger, lo demandaban.
Un dato suplementario resultaba irónico y macabro: Kos, muy probablemente el causante del suicidio de Jay, había dado la homilía durante su funeral.
Los delitos sexuales de Kos comenzaron cuando era seminarista. Se acercaba a sus futuras víctimas, siempre niños, usando un señuelo quíntuple: golosinas, videojuegos, confianza, simpatía y principio de autoridad. En distintos claustros, les daba alcohol y diazepam, un ansiolítico y sedante.
Cuando los chicos iban perdiendo la conciencia, el párroco, una especie de padre para ellos, les hacía masajes en los pies, su fetiche, y luego se masturbaba frotando las plantas contra sus genitales. Las denuncias incluían también la práctica, reiterada, de sexo oral y anal.
Uno de los exmonaguillos calculó que el sacerdote había abusado de él hasta cuatro veces por semana durante nueve años, a partir de que tenía 13; es decir, unas 500 veces.
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