Jorge Zepeda Patterson
¿Qué quedará de la impronta de Andrés Manuel López Obrador de aquí a diez años? Desde luego, habrá una lluvia de balances al final de su sexenio, a partir de la revisión transversal de la economía, la sociedad, la política y hasta la geografía del país. Pero en los siguientes años algunos de los cambios resultarán efímeros, otros se modificarán como producto natural de las circunstancias y las peculiaridades de cada administración, y habrá también aquellos que pervivirán, incorporados al ADN de la vida pública de México. De entrada, me gustaría señalar tres de estos últimos. Dos de ellos, me parece, son de carácter positivo; el tercero, en cambio, muy preocupante.
El primero y quizá más destacado aporte de largo plazo del obradorismo a la sociedad mexicana ha sido el cambio de paradigma con relación a las mayorías dejadas atrás por el modelo anterior. “Primero los pobres”, lema de campaña convertido en mantra de gobierno a lo largo de este sexenio, llegó para quedarse por un buen rato. Ensimismados en la pretensión de convertirnos en un país moderno y bajo la creencia de que la prosperidad del tercio superior de la estructura social equivalía a eso, desdeñamos el enorme precio que se estaba pagando: el rezago de millones de personas y de regiones geográficas completas. La tensión de esa disparidad no iba a ser indefinida y, en cierta forma, López Obrador resultó una vía de escape de la inconformidad, al ofrecer una opción electoral y una esperanza.
Eso no era así hace ocho años. El discurso dominante de las élites del sector público y privado iba dirigido a los sectores medios, como si las grandes masas estuvieran a punto de integrarse en ellos. “Súbitamente” descubrimos que no sólo no estaba sucediendo, sino que la disparidad seguía aumentando en detrimento de la mitad más pobre, aunque no los viéramos (salvo para efectos electorales o motivo de caridad pública). López Obrador los convirtió en principio y fin de la voluntad política del gobernante.
En ese sentido, el imperativo moral, político e incluso de oportunidad económica (por la creación de mercado interno masivo) que conlleva atender prioritariamente el problema de la pobreza, llegó para quedarse. La conversación pública, las agendas de los partidos y de los gobernantes, las exigencias a la clase política giran en gran medida en torno a esa premisa. La elección de Xóchitl Gálvez como candidata del Frente por México es un indicador del grado en que ha profundizado esta noción. En condiciones “normales”, los candidatos naturales para el PAN y el PRI habrían sido Santiago Creel y Enrique de la Madrid, respectivamente. Cuadros modernos, educados, técnicos y preparados con relación al paradigma anterior. Pero invendibles bajo el nuevo criterio. La oposición tuvo que rebuscar entre sus filas hasta encontrar a la figura que menos desentonara con el nuevo imperativo de atender el tema de la pobreza. En ese sentido, y para su desgracia, la oposición se ve obligada a jugar en cancha ajena.
El segundo cambio estructural, me parece, es el de la austeridad de la vida pública. Con esto no afirmo que la corrupción haya desaparecido, ni mucho menos; hablo simplemente de la noción de valores éticos e incluso estéticos con relación al abuso sobre el patrimonio público por parte de la clase política. No es que antes fuese bien visto que un miembro del gabinete tomara un helicóptero para ir a jugar golf el fin de semana, que el cumpleaños de un cacique tuviera 500 invitados, que los gobernadores acumularan ranchos, o que cualquier político llegara a un restaurante con media docena de guaruras. No era bien visto, pero sucedía y formaba parte de nuestra mecánica nacional. Y tampoco es que haya desaparecido por completo, pero ahora supone una factura política exponencial y prohibitiva.
El lema inscrito en el pecho y la cartera de todo funcionario, “político pobre es un pobre político”, convertía la mesura en un asunto de estupidez. Hoy la mera posibilidad de que un candidato demuestre que vive en casa de clase media y maneje un auto modesto constituye un positivo en materia de votos. ¿Que hay mucho de pose en todo eso? Quizá. Pero algo dice que los signos de respeto sean esos y no el dispendio y la estridencia de recursos con los que todo político solía difundir su éxito. Eso, también, llegó para quedarse otro buen rato.
Por desgracia también llegó para quedarse el empoderamiento del Ejército. Se requeriría más espacio para abordar los muchos filones de un tema tan complejo. Pero es evidente que López Obrador recurrió a las Fuerzas Armadas en un primer momento para sacar adelante objetivos durante su Administración. Resulta razonable que haya decidido apoyarse en ellos para la construcción de las grandes obras públicas: eficientes, baratos y rápidos. Y, aunque discutible, el uso de los militares en la seguridad pública tendría sentido si el diagnóstico parte de que la capacidad de fuego del crimen organizado había desbordado al de las policías; después de todo, era lógico aprovechar 300 mil elementos del Estado mexicano cuando se está perdiendo esa guerra (aunque no se quiera reconocer así).
Lo que cuesta más trabajo entender es el carácter irreversible que decidió otorgar el Presidente a este protagonismo del Ejército. Una cosa es apoyarse en ellos para sacar adelante objetivos sexenales y otra convertirlos en un actor central de la vida pública de manera permanente. Poner en sus manos a la Guardia Nacional, como lo pretende con carácter constitucional, es una medida de alto riesgo por el peso que los militares tendrían en la vida cotidiana de los ciudadanos. Igual o más delicado es otorgarles parcelas completas de la Administración Pública, como aduanas, puertos, aeropuertos, trenes, actividades turísticas o empresas públicas ajenas a temas castrenses.
Si ellos internalizan la noción de que son más eficientes y honestos que los civiles en el manejo de la Administración Pública, no hay límite al espacio que puedan pretender hasta por razones “patrióticas”. El Presidente no quería que el Tren Maya fuese privatizado el día de mañana, pero compró un seguro prohibitivo.
Uno de los grandes aciertos del PRI posrevolucionario, además de la no reelección, fue el marginamiento de los generales en el manejo de la cosa pública. Un acierto, porque para toda sociedad constituye un reto la correlación de fuerzas con el actor que monopoliza el poder físico. Ese equilibrio quedará en riesgo. Quiero ver al gobernador que pretenda acotarlos, al empresario que se atreva a competir con ellos, al Presidente que quiera regresarlos a sus cuarteles. Se ha abierto una rendija en la caja de Pandora.
Dentro de diez años estos temas seguirán vigentes. Un cambio de paradigmas positivo en materia de pobreza y mesura de la vida pública que resultaba urgente; un empoderamiento de los militares que, esperamos, no se termine saliendo de cauce.
@jorgezepedap
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