Lorenzo Córdova Vianello (*)
A la memoria de Porfirio Muñoz Ledo.
No es algo nuevo que en nuestro país exista una fascinación por figuras autoritarias y fuertes que ejercen el poder de manera centralizada. Ya Octavio Paz en “Posdata” (Siglo XXI, 1970) había identificado un nexo de continuidad entre las instituciones del tlatoani prehispánico, el virrey colonial y el Presidente, como figura central que caracterizó a todas las constituciones del México independiente: el hilo de la dominación, lo llamaba.
Salvo el breve paréntesis que representó el régimen de la Constitución de 1857 en el que el Presidente estuvo acotado como nunca en nuestra historia (con un Congreso unicameral, mismo que podía convocar discrecionalmente a periodos extraordinarios de sesiones y frente a cuyos decretos el Ejecutivo carecía de derecho de “veto” —reglas que estuvieron vigentes desde su expedición hasta 1874–), el titular del Ejecutivo siempre ha estado colocado en una condición de preeminencia y hegemonía dentro de nuestro sistema político.
Lo anterior se acentuó particularmente a lo largo del siglo XX cuando en el México posrevolucionario se consolidó el régimen que Vargas Llosa llamó “dictadura perfecta” y que se caracterizó porque, si bien en el plano normativo la nuestra era una constitución democrática al incluir los mecanismos de control del poder típicos de los Estados constitucionales (elecciones periódicas, reconocimiento de los derechos humanos, división de poderes, principio de legalidad, mecanismos —si bien precarios— de control de constitucionalidad, entre otros), en los hechos, la realidad era totalmente diferente al haberse establecido un sistema político en el que el poder se ejercía por el Ejecutivo de manera arbitraria, discrecional y prácticamente sin controles ni contrapesos institucionales.
A ello contribuyeron tres dimensiones de nuestra tradición política presidencial: la constitucional, la política y la mental. En efecto, México tiene un presidencialismo constitucional no sólo en la medida en la que la designación del Ejecutivo ocurre a través de una elección diferente a la del Legislativo (primer rasgo distintivo de los sistemas presidenciales frente a los parlamentarios), sino también porque nuestra Carta Magna le otorga una serie de atribuciones que lo colocan en una posición de preeminencia sobre los otros poderes (como el que, entre muchos ejemplos, ante un segundo rechazo a la terna de propuestas de ministros a la SCJN por parte del Senado, el Presidente tiene libertad para elegir libremente a quien quiera de entre los propuestos).
En segundo lugar, nuestro país adolece de un presidencialismo político en la medida en la que el titular del Ejecutivo ha sido y sigue siendo una figura central en el proceso de decisiones políticas al ejercer, casi siempre, un control sobre las estructuras de su partido, incluidos sus legisladores. Eso por no hablar de las capacidades de presión política que sus atribuciones legales le permiten ejercer sobre los diversos grupos de poder como la prensa, los sindicatos o los grupos empresariales.
Finalmente, también padecemos un presidencialismo mental —como ha señalado Ricardo Becerra—, ya que en el imaginario común el Presidente lo puede todo, es el responsable de los bienes y los males que sufre el país, el que es capaz, con sus meras decisiones, de cambiar el sentido de la historia nacional, el que con su magnanimidad o su ira es capaz de decidir nuestro destino colectivo. Es claro el enorme poder político y jurídico que en México le hemos otorgado al Presidente, pero también es cierto que su poder está envuelto en una especie de mito que colectivamente contribuimos a crear.
Basta ver, de cara a los comicios de 2024, cómo toda la discusión política gira en torno a la figura de quienes pueden ocupar las candidaturas presidenciales; olvidando que también tendrá lugar la estratégica elección del Congreso, acaso más importante, pues es ahí donde se resolverá si volvemos a un escenario de contrapesos institucionales o seguimos por la deriva del presidencialismo autoritario que, luego de tantos esfuerzos en contrario, se ha venido reinstaurando.
Por cierto: el presidente López Obrador lo tiene clarísimo.
(*) Investigador del IIJ-UNAM.
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