Catón
“¡Aquí es Colima, y aunque no haya cocos!”. Por mucho tiempo los colimenses usaron esa frase para significar que se debía hacer algo, y pronto, pese a los obstáculos que hubiera para la realización del hecho. La expresión tuvo su origen en la historia de unos novios. De Guadalajara era él, de Colima ella. Celebraron su boda en la capital tapatía. Terminada la misa nupcial emprendieron de inmediato el viaje hacia Colima, pues allá quería ella pasar la luna de miel. Iban en un carrito tirado por caballo. El novio ardía en deseos de consumar el matrimonio, pero ella se negaba. “Hasta que lleguemos a Colima” —le decía al ardiente galán. Preguntaba él, anheloso: “¿Cómo sabré que ya estamos en Colima?”. Respondía ella: “Cuando veas palmeras con cocos, ahí es Colima”. Se llegó la hora de comer, y buscaron un paraje invitador, un claro en la espesura, apartado del camino, cubierto de césped y a la orilla de un arroyuelo cristalino. Copioso fue el yantar, que el desposado acompañó con copas. No está claro si fueron esas libaciones, la soledad del sitio, la belleza de la joven o las incontenibles fuerzas que la naturaleza hacer latir en sus criaturas para perpetuar la vida, lo cierto es que el recién casado exclamó de súbito con urente acento: “¡Aquí es Colima, y aunque no haya cocos!”. Así diciendo ingresó en el ansiado paraíso, por cierto con la grata aquiescencia de la antes reticente novia. Un dicho semejante recuerdo haber oído en la Ciudad de México. Alguien le dio una noticia a otro, y concluyó la información así: “Eso es lo que hay en Colima, aparte de los pericos”. Siento afecto muy grande por Colima. De ahí era don Juan Lobato, inolvidable coach de fútbol americano en el glorioso Ateneo Fuente, de Saltillo. Antes de un partido hacía que sus jugadores hincaran una rodilla en tierra y rezaran junto con él un padrenuestro “para que Dios nos cuide y cuide también a los del otro equipo, que son nuestros adversarios, mas no nuestros enemigos”. Terminado aquel piadoso rezo el coach Lobato se ponía en pie y profería con belicosa furia: “¡Ahora sí, muchachos! ¡Vamos a partirles su madre a esos hijos de la rechingada!”. En Colima vivió por unos años, antes de establecerse en Puebla, mi paisano y querido amigo mío, Jesús Dávila Fuentes, apodado “El águila” no sólo por sus facciones aquilinas sino también por su inteligencia y perspicacia. Igualmente en Colima residió otro amigo queridísimo, Ruperto Viveros hijo, con su gentil esposa Carmen, a la que él llamaba siempre Carmen Primera. Ingenioso, vivaz conversador, Ruperto heredó, al igual que su talentosa hermana Cintra, las cualidades de su padre, don Ruperto, quien en Monclova dejó feliz recuerdo por sus obras de bien para la comunidad. Me duele, entonces, saber de los graves problemas de inseguridad que afronta Colima junto con el Estado del cual es capital, problemas derivados de los cárteles de la droga que se disputan Manzanillo, puerto propicio a sus operaciones. De gran magnitud son esos problemas para que el Estado o los Municipios puedan resolverlos por sí solos. Su atención correspondería al Gobierno Federal y a las Fuerzas Armadas a las que se han encomendado labores policíacas. Sin embargo, la errada política de “abrazos, no balazos” ha provocado el aumento de la actividad delictiva, con daños considerables para la ciudadanía. Deseo de todo corazón que Colima y los colimenses recuperen la tranquilidad perdida, aunque bien sé que eso no es cosa sencilla. Las bandas criminales campan por sus fueros validos de la lenidad del régimen. Y como dijo el dicho: “Eso es lo que hay en Colima, aparte de los pericos”. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
“El Ése”, le decían, por su costumbre de anteceder todas sus expresiones con la palabra “ése”. “Ése, Fulano: ¿cómo estás?”. “Ése, qué frío hace”. “Ése, las cosas de la política andan mal”.
El Ése, debo decirlo, era ebrio consuetudinario. Vivía para beber; tal era su principal ocupación. No dije bien: era su única ocupación. ¿De dónde sacaba entonces para pagar sus ebriedades? No las pagaba. Era gorrón, y se las arreglaba siempre para que algún amigo lo invitara o para que algún compasivo cantinero le diera una copa de las toñas, que así eran nombrados los restos de licor o de cerveza que los clientes dejaban, y que se iban echando en una tina para consumo, por unos cuantos centavos, de los borrachines.
Un misionero norteamericano que deseaba atraer al Ése a su redil le dijo cierto día, preocupado:
—Señor don Ése: cada año morir 50 mil personas en Estados Unidos por causa del alcohol.
Respondió él:
—Ése, pos eso será allá, pero acá semos puros mexicanos.
Y añadió luego con bravío acento:
—Ése, ¡viva México, cabrones!
La fecha de hoy me trajo a la memoria al Ése. Murió, en efecto, por sus borracheras. Ahora, en el olvido, es el aquél.
¡Hasta mañana!…
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