Catón
El departamento de Brunaldo estaba en el primer piso del edificio; en el noveno el de la hermosa mujer de rostro angelical y rubia cabellera que desde su balcón le hizo señas para que subiera a visitarla. Tomó Brunaldo el ascensor, pero antes dejó en la mesa su credencial del IMSS, pues había observado que cuando la traía consigo el elevador no funcionaba. Llegó al piso noveno y llamó a la que pensó era la puerta de la dama. Se equivocó. Quien abrió fue un hombrón de fuerza descomunal y aviesas intenciones. Le preguntó Brunaldo: “¿Qué no vive aquí la hermosa mujer de rostro angelical y rubia cabellera?”. “No —le dijo el gigante—. Pero llegas en muy buen momento”. Y así diciendo lo introdujo y sació en él sus más bajos instintos. Lo mismo sucedió en los seis siguientes días: el infeliz Brunaldo se equivocaba de puerta, y el abusivo sujeto se aprovechaba de él. Una noche por fin acertó, y dio con la puerta del departamento de la dama, que lo esperaba ansiosa. Abrió ella, cubierta sólo por unas cuantas gotas de Chanel No. 5. Le preguntó Brunaldo: “¿Qué no vive aquí el hombrón de fuerza descomunal y aviesas intenciones?”… “El enano del tapanco”. La frase ha caído en desuso, y qué bueno, pues es ofensiva y discriminatoria. Hacía alusión a una casa en cuyo tapanco o ático se oían estrepitosos ruidos y sonoras voces de alguien que a juzgar por el volumen de sus gritos, y su tono de voz como de bajo profundo —Chaliapin, Rosi-Lemeni o Boris Christoff— debía ser un gigante. Alguien se atrevió a subir ahí, y se encontró con que era un enano quien hacía aquella barahúnda para atemorizar a la gente y que no se descubriera su pequeñez. “Resultó ser el enano del tapanco”, se dice de alguien que hace mucho ruido y al final da pocas nueces. La expresión puede aplicarse con justeza a Marcelo Ebrard. Después de tener en vilo durante varias semanas si no a la República sí a la calle donde vive tomó la valerosa decisión de no tomar ninguna decisión, y se allanó a Morena, a la 4T, a Claudia Sheinbaum y a López Obrador. Todo con tal de no quedar fuera de la jugada, de una jugada donde seguramente no lo dejarán que juegue mucho. Hay momentos políticos que sacan lo mejor de cada persona, sus más valiosas cualidades. El que presidió Churchill en Inglaterra durante la segunda conflagración mundial, quizás el más gallardo y noble episodio en toda la historia británica, es un luminoso ejemplo para ilustrar esa aseveración. Otros, en cambio, obligan a sus participantes a poner en ejercicio sus peores características, sus fallas y defectos más notables. El régimen de López Obrador sería el prototipo de esa segunda especie, en la cual quienes están cerca del primate deben abdicar de su voluntad, y en ocasiones de sus dignidad y su decoro, para ser gratos al caudillo y seguir formando parte de su corte en espera del gaje que les dará para premiar su rendimiento o sumisión. Aquí la gente se abaja en vez de enaltecerse. Eso hizo Ebrard, cuyo buen desempeño anterior fue correspondido con el rencor de López cuando el excanciller dio muestras mínimas de querer soltarse de los hilos del titiritero. Su aparente rebeldía terminó en agua de borrajas. Sus ires y venires fueron los del enano del tapanco, sin que para eso importara su estatura. La corte del faraón —y de la faraona— reproduce la de los presidentes del tiempo de la dominación priísta. En lo que hace a los hábitos políticos la cuarta transformación no ha transformado nada. Ninguna grandeza hay en ella; está llena de pigmeos. A nadie quiero ofender al decir eso, pero si no lo dijera ofendería a la verdad. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Este amigo con el que tomo la copa —varias— los martes por la noche dice cosas que escandalizarían a alguien con menos años que los míos. Además con tres caballitos de tequila galopándome entre pecho y espalda no hay nada que pueda escandalizarme, ni siquiera la realidad.
La última vez que nos reunimos me dijo:
—Dios está en todas partes: en la montaña, en los desiertos y los bosques, en el mar, que son sus templos. Incluso quizás está también en las iglesias de los hombres. Pero el mejor lugar para buscarlo es dentro de nosotros mismos. Debemos encender en la noche del alma la luz de la fe. No encendamos, sin embargo, las hogueras de los fanatismos.
Hace una pausa mi amigo. Sé entones que a continuación dirá una de sus heterodoxias. La dice, en efecto, al tiempo que llena otra vez su copa y la mía:
—Bebamos, Armando. Hace menos daño el que está ebrio de vino que el que está borracho de Dios.
Bebemos, en efecto, y la bondad divina desciende sobre nosotros.
¡Hasta mañana!.
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