Luis Rubio
La narrativa esconde más que ilumina: su propósito no es explicar las circunstancias o argumentar a favor de tal o cual propuesta, sino controlar la conversación nacional y fortalecer un mensaje cuya intención nada tiene que ver con el progreso o el bienestar.
Cinco años de una dosis diaria de dogma desde el púlpito oficial han creado un planeta paralelo que hace imposible reconocer los verdaderos tejemanejes en el mundo de lo concreto.
Lo que ocurre en el ámbito de la realidad —ya sea relativo a la inseguridad, Ucrania o la inflación— queda relegado a un segundo plano, y se descarta o interpreta a la luz de la narrativa oficial.
Todo eso puede ser muy bueno para los designios de control político, pero impide la comprensión de lo que sucede en el resto del mundo terrenal. Y, por supuesto, tiene consecuencias.
“Para ver lo que está frente a las narices se necesita una lucha constante”, escribió George Orwell en 1946. Aunque se refería más a la política que a la vida cotidiana, su planteamiento era bastante lógico: dos cosas pueden estar en el mismo lugar, pero yo puedo ver sólo uno de ellos.
En el México de hoy, donde la narrativa atrae y repele, respectivamente, a uno y otro lado de la ciudadanía, el ir y venir del día a día es en última instancia interpretado de maneras radicalmente contrastantes e incompatibles, generando una desconexión permanente, además de malentendidos.
El ejemplo evidente por estos días es Xóchitl Gálvez, un fenómeno político cuya aparición fue circunstancial, sobre todo por la obstinación del narrador jefe que negó el “derecho de réplica” de Gálvez, provocando el surgimiento de quien bien sabe terminar siendo la némesis del Presidente.
Cuando la narración no sólo afecta al manipulado sino también al propio manipulador, un minúsculo error de cálculo puede adquirir dimensiones potencialmente cósmicas.
Xóchitl Gálvez no es una presencia nueva en el panorama político. La novedad es su repentino ascenso como factor político relevante, en este caso en las próximas elecciones presidenciales de 2024.
Igualmente significativa es la forma en que su llegada a la escena política ha sido interpretada como un advenimiento por algunos, y como un producto de la imaginación por otros: un fenómeno bíblico por los primeros, una fantasía por los segundos.
Lo notable es que pocos en cada lado de esta gran división narrativa que caracteriza a la sociedad mexicana actual, se interesan en comprender el por qué de esa aguda diferencia de interpretación.
“Todo el mundo tiene derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos”, escribió Daniel Patrick Moynihan, el político y diplomático estadunidense.
Un concepto complejo de adoptar en el México de los “otros datos” (la forma que tiene AMLO de desviar todo lo que desaprueba), pero no por ello es menos aplicable en este momento.
Nadie puede negar razonablemente que el discurso político actual ha dado un giro radical porque Xóchitl Gálvez se ha convertido en un factor clave en esta elección. Cada uno puede tener su propia opinión sobre el hecho de su aparición o sobre ella específicamente, pero el hecho en sí está fuera de discusión.
La realidad ha cambiado y podría afectar la percepción de que, como sugeriría la narrativa oficial, todo estaba arreglado, faltando sólo la formalidad del “señalamiento con el dedo” o dedazo del Presidente.
Más allá del hecho, lo trascendente radica en la incapacidad del mundo de Morena para captar las inquietudes y temores que aquejan a quienes no comen en esa mesa.
Xóchitl Gálvez se convirtió en elemento de esperanza y oportunidad para una enorme porción de la población que vislumbra con preocupación y temor la continuación de un Gobierno dedicado a dividir y descalificar, además de sacrificar el futuro del país en aras de una supuesta transformación que no es nada que la concentración del poder en un solo individuo.
Huelga decir que lo mismo ocurre del otro lado de la línea divisoria, donde la ira, el rechazo y el resentimiento de que décadas —o siglos— de promesas de desarrollo no lograron disminuir la pobreza ni reducir las grandes desigualdades que caracterizan al país.
Lo que une a los dos Méxicos que la narración separa y divide es la esperanza. AMLO vende esperanza pero sólo entre sus seguidores, mientras que Xóchitl, el nuevo fenómeno político, genera esperanza entre quienes ven con inquietud al Gobierno de turno.
Las diferencias en ese plano son menores: la esperanza unifica si la dirigencia la comprende y entiende la importancia que representa para la población. Mucho más importante, la esperanza puede reducir la brecha entre los dos Méxicos para convertirla en un gran factor transformador.
Los mexicanos se dan a la búsqueda de salvadores para hacer frente a sus limitaciones. Una y otra vez a lo largo de las últimas décadas, el voto ha favorecido a quienes ofrecen el nirvana.
La ilusión nunca muere, lo que explica el fracaso continuo para escapar de las trampas interminables. Así, es muy importante que quienes se encuentren ante la posibilidad de encabezar las candidaturas que se avecinan, desarrollen planteamientos que trasciendan la retórica esperanzadora y propongan un proyecto de desarrollo capaz de impulsarla.
En el mismo texto, George Orwell escribió que “todos somos capaces de creer cosas que sabemos que no son ciertas”.
Ya es hora de que quienes aspiran a la más alta función gubernamental expliquen qué harían para sacar al país del hoyo en que lo han dejado miles de recientes promesas y hechos de corrupción, recientes y antiguos.
@lrubiof
Más historias
GOBIERNO AMORAL: 25 NOVIEMBRE 2024
GOBIERNO AMORAL: 24 NOVIEMBRE 2024
PARA QUE LE VAYAN MIDIENDO Y PENSANDO