Ariel González
No hay cacique, rey, mesías, emperador o tlatoani que no luzca un cetro, báculo, callado o bastón de mando. Todos estos símbolos de poder están emparentados entre sí. En su “Diccionario de Símbolos”, Juan Eduardo Cirlot dice que tienen que ver con “con la vara mágica, la maza, el rayo y el falo…”
En otro diccionario de estos tópicos, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant apuntan que el cetro representa la “autoridad suprema… verticalidad pura” y simboliza “en primer lugar al hombre como tal, luego la superioridad de este establecido como jefe, y en fin el poder recibido de lo alto”. Más patriarcal no se puede, chicas.
No faltará quien, con candidez ideológica (la que más abunda), me diga que no es lo mismo el cetro de un monarca europeo que el bastón de mando de una comunidad indígena; es decir, que no es lo mismo el símbolo de un poder monárquico al de un “pueblo bueno” como el que siempre tienen nuestras queridas comunidades indígenas.
Y por supuesto que formalmente no tienen ningún parecido: las joyas, metales preciosos y finos acabados de los cetros reales no tienen nada qué ver con la modesta pero laboriosa y bella artesanía autóctona de los bastones de mando.
Aun así, guardan una inmensa semejanza en lo que hace a su poder simbólico y a su evidente lejanía de las prácticas democráticas modernas: unos vienen de no sé qué designios dinásticos (en su origen “divinos”), y los otros a veces también, pero siempre en el marco de los romantizados “usos y costumbres” indígenas (que lo mismo pueden amparar bellas tradiciones que castigos corporales, el despojo de sus bienes a los practicantes de otras religiones o la venta de niñas para el matrimonio).
Desde que llegó a la Presidencia, López Obrador le ha encontrado gusto al desarrollo de ciertas narrativas míticas que tal vez podrían ser más efectivas si estuvieran mejor contadas (puesto que hasta el momento parecen una pobrísima historieta).
Una de ellas es la del bastón de mando. Se supone que el Presidente tiene cierta debilidad por la historia (en la que él se ve ingresando por la puerta grande, al lado de Hidalgo, Juárez, Madero y otros), pero yo creo que confía más en el mito, el cual penetra más fácilmente en la capas populares (y más rápido que los libros de texto donde se lo consagra como el padre de la 4T).
Dice el Presidente que el bastón de mando cedido a Claudia Sheinbaum, le “fue entregado por una comunidad… no quiero mencionar de qué región, de qué etnia, de qué cultura… me fue entregado y pedí la autorización para que ese mismo bastón lo entregara yo a quien ahora dirige nuestro movimiento. Y me lo autorizaron… no lo mandé a hacer. Es un bastón que me entregó una comunidad indígena…”
De esta forma mantiene el misterio sobre su origen y embelesa a millones de mexicanos con la idea de que transmitió el mando a la Sheinbaum a través de este bastón. Sin embargo, ahora sabemos que la vara con adornos de doña Claudia carece de poder alguno —simbólica y realmente— y no sirve más que de elemento decorativo, tal vez como la candidata misma, puesto que no puede tomar ninguna iniciativa sin que el poseedor del verdadero bastón la apruebe.
Así ocurrió, por lo visto, con lo que eran sus preferencias para que la candidatura capitalina quedara en manos de Omar García Harfuch. Por la forma en que estas fueron aplastadas desde Palacio Nacional, con el concurso del aparato más rijoso de Morena en favor de Clara Brugada, todo indica que el famoso bastón le fue dado sólo como utilería de la folclórica farsa que ha montado López Obrador en torno de ese pedazo de madera.
Los propagandistas de la 4T se han apresurado a exaltar el ejercicio chamánico-democrático que supuso la donación del bastón de mando a Claudia Sheinbaum, así como a ignorar las encuestas (que daban como ganador a Harfuch) y glorificar la sabia decisión de beneficiar con un criterio de cuota de género a Clara Brugada. Por eso reiteran a diario (sin que los venza la risa): Sheinbaum no tenía preferencia alguna y mantiene todo el mando; el maravilloso ejercicio del que ha salido electa la Brugada es ejemplar para la izquierda mundial. Punto.
Una cosa quedó evidenciada, una vez más: sólo hay un bastón de mando y está en manos de un solo actor que domina y controla, absoluta y totalmente, los movimientos, las declaraciones y hasta las expectativas de todos y cada uno de sus candidatos, comenzando por Claudia Sheinbaum. Ese bastón no se comparte. Representa un poder unipersonal que sólo espera, de sus colaboradores y de la sociedad, sometimiento y obediencia ciega.
Es el bastón de mando de un Presidente que no visita a las víctimas del huracán Otis en Acapulco para no recibir reclamos (que son legítimos) y mucho menos para ser “ninguneado”; es el mismo bastón, el mismo mando, con el que el Ejecutivo anhela la subordinación del Poder Judicial, para lo cual envía una terna de mujeres militantes “leales”, incondicionales suyas.
Admitámoslo: el bastón de mando de López Obrador simboliza ya, sin tapujos, un poder con traza autocrática, ilimitado, sin contrapeso alguno y —quiera o no Claudia Sheinbaum— transexenal.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez
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