Catón
Estoy apesadumbrado, por eso contaré algunas historias divertidas. Meñico Maldotado es un joven varón con quien natura se mostró avarienta en la parte correspondiente a la entrepierna. Hasta el glande lo tenía chico, si me es perdonado el deplorable juego de palabras. Casó con Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las bodas ella lo vio por primera vez al natural y le propuso: “¿Te molestaría si mejor veo mi serie?”. (Se justifica. Estaba viendo “The Crown”, extraordinario documento sobre la vida de la reina Isabel II de Inglaterra y las travesuras sexuales de casi todos los que la rodeaban. Contrariamente al mito sobre la frialdad y flema de los ingleses, la realeza británica siempre ha sido muy cachonda. Es fama que cierto cortesano vio sin ropa al rey Enrique Octavo y exclamó al punto, preocupado: “God save the Queen!”)… Me apesadumbró el anuncio hecho por Mario Vargas Llosa en el sentido de que ya no escribirá. Dedicar la vida a escribir es gran locura, y ¿quién puede renunciar a una locura?… En la taberna donde los toreros fracasados se juntaban a beber y rumiar sus decepciones uno de ellos anunció, solemne: “Me voy a retirar”. Le preguntó otro: “¿Pos cuándo te has arrimado?”. Yo asistí en el coso de mi ciudad a la despedida del diestro más diestro que en la fiesta de toros ha existido: Fermín Espinoza “Armillita”, el Maestro de Saltillo. Recuerdo vivamente cómo el padre de Armilla le cortó la coleta en el centro del albero a los acordes de “Las golondrinas”, el público de pie en silencio reverente, luctuoso casi. Pero los toreros nunca se van del todo; siempre vuelven. El mal de montera es incurable. Pasado un tiempo Armillita partió plaza otra vez. Urgencias económicas lo obligaron al retorno. Volvió con carga de años, pero con la maestría de siempre. Al toro de su regreso le instrumentó siete pases de rodillas. Caminó al callejón entre la ovación entusiasta del público. Don Mariano Rodríguez, su compadre, le dijo lleno de admiración: “¡Siete pases de rodillas, Fermín! ¡Qué maravilla!”. Le respondió, hosco, el Maestro: “Es que no me podía levantar”. A los toreros los retiran los años, lo mismo —infortunado símil— que a las mujeres que viven las tristezas de la vida alegre. A los escritores, si conservan vivos el pensamiento y el sentimiento, solamente los lectores los pueden retirar. Sus lectores no se han alejado de Mario Vargas Llosa. Es una pena que el gran escritor se aleje de ellos. Recuerdo una velada inolvidable en casa de Nina Zambrano, la talentosa forjadora de MARCO, el Museo de Arte Contemporáneo en Monterrey. Vargas Llosa, entonces en el apogeo de su galanura, parecido por su presencia y elegante atuendo a un gentleman inglés, estuvo amable y decidor, a más de generoso. Al despedirse me dijo: “Disfruté mucho su conversación”. Rara vez recorto un artículo de periódico para conservarlo. Guardo uno suyo de sugestivo título: “La escribidora”. En él hace el elogio de Corín Tellado, autora de centenares de novelas de las llamadas rosas o del corazón; creadora de frases tales como “ojos color del tiempo” y “aquel hombre tenía un no sé qué que qué sé yo”. Todos hacíamos chacota de ella por su cursilería, ramplonería y chabacanería. Vargas Llosa, en cambio, elogiaba en aquel texto su entrega al oficio, a los lectores —lectoras, sobre todo—, al cumplimiento de su profesión. Pienso que Vargas Llosa no podrá dejar de escribir. ¿Quién puede dejar de respirar? Espero que vuelva, como los toreros, no por urgencias económicas sino porque lo reclama su vocación y lo necesitamos quienes lo leemos. Feliz retiro, maestro, y más feliz retorno. FIN.
Manganitas
AFA
“…Inauguró AMLO una presa generadora
de energía eléctrica sin las turbinas…”.
Se dice que ahora fragua
—en él ya es costumbre terca—
inaugurar una alberca
a la que le falta el agua.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Cuadros plásticos, se llamaban.
Las muchachitas del Colegio Saltillense, el de mayor prosapia en mi ciudad, Saltillo, eran la Virgen, San José —a una de ellas le ponían barba, lo mismo que a las que representaban a los pastores y los Reyes Magos—, y otras con cara de ángeles la hacían de ángeles.
En un aparador de la Ferretería Sieber posaban inmóviles durante tres minutos figurando un Nacimiento, mientras le gente las contemplaba con devoción. Se corría luego una cortina, y las niñas descansaban hasta su nueva aparición. Y así durante una hora.
Todo Saltillo iba a ver aquellos cuadros plásticos, indispensable parte de la Navidad, lo mismo que el trenecito Lionel que en otro escaparate de la ferretería daba vueltas y vueltas ante la admiración —y la escondida ilusión— de los niños que no podíamos esperar que ni Santa, ni el Niño Dios ni los Reyes nos trajeran jamás ese tesoro que a nuestros amiguitos ricos, cosa extraña, sí les traían.
Ahora estoy mirando aquellos cuadros plásticos, y a las niñas que parecían ángeles. Muchas de ellas están ya en el cielo, el lugar que les correspondía. Y el trenecito sigue dando vueltas en mi memoria. En él voy yo, eterno pasajero. Ya sé cuál es la próxima estación.
¡Hasta mañana!…
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