Mariana Caminotti
A la hora de ejercer cargos jerárquicos, las mujeres seguimos enfrentando una diversidad de obstáculos. Tan es así que se ha llegado hablar de un “laberinto del poder”.
“Pisos pegajosos”, “techos de concreto”, “escaleras rotas” y “acantilados de cristal” acompañan toda la trayectoria de las mujeres en la política, produciendo estructuras de oportunidad fuertemente condicionadas por el género.
Estos obstáculos no son individuales. Por lo tanto, removerlos no depende de cada mujer individual, sino de las organizaciones donde se desempeñan. El sexismo, la violencia política, el trato desigual y la cultura patriarcal afectan a las mujeres de toda la región latinoamericana y caribeña.
La teoría feminista de las organizaciones ha sido clara en demostrarlo: en ausencia de medidas de igualdad, el sexismo y la discriminación se perpetúan y producen círculos viciosos.
A través de su estructura (funciones, puestos, jerarquías) y de su cultura (maneras aceptadas de ver y hacer las cosas, costumbres y conductas esperadas, visiones y valores), las organizaciones políticas afirman la asociación entre poder y masculinidad.
Esto no implica que cualquier varón se verá aventajado, sino que la masculinidad simboliza respeto y afirma su superioridad sobre otras identidades menos valorizadas.
Investigadoras de toda la región han producido datos y evidencia sobre estos fenómenos. Pese a las reglas de paridad, los partidos políticos y los congresos siguen reproduciendo la asociación del liderazgo con atributos masculinos, y entre lo femenino y la reproducción social. Estos imaginarios limitan la posibilidad de las mujeres de ocupar roles directivos, restándoles capacidades de incidencia y poder.
La experiencia ha demostrado que los obstáculos al liderazgo político de las mujeres son multidimensionales y siguen estando a la orden del día en la región. Además, estos no dependen de las reglas formales sino de procesos de discriminación indirecta, muchas veces implícita.
Para muchas mujeres, la contracara de la exclusión de redes masculinas donde se toman decisiones es la falta de redes propias de apoyo político.
En 2007, el Consenso de Quito estableció un ideal de democracia paritaria que inspiró reformas electorales en toda la región latinoamericana.
Representantes de todos los países firmantes se comprometieron con la construcción de democracias donde mujeres y varones compartan las responsabilidades y el poder en todos los espacios: desde las familias al mercado, la política y las instituciones del Estado. Pero el avance hacia democracia paritaria requiere algo más reglas de equivalencia que regulen el acceso a los puestos: se necesitan estrategias que institucionalicen la igualdad de género en el quehacer organizacional.
A lo largo de América Latina y el Caribe, las legisladoras han impulsado iniciativas que potencian el rol de las mujeres como lideresas y representantes. Estas abarcan la creación de “bancadas” de mujeres, unidades técnicas para la transversalización de género, secretarías de la mujer y observatorios de igualdad de género, así como reformas en la infraestructura, los estatutos y las normas internas de los congresos.
Este acervo de experiencias permite identificar buenas prácticas con potencial de réplica, pero su profundización también señala un reto por delante para que la paridad se traduzca en la construcción de nuevos liderazgos con capacidad real de ejercer el poder.
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