Catón
Este poblado vecino de Monterrey tuvo fama en un tiempo por la excelente calidad de las escobas que en él se fabricaban y por la abundancia de locos que tenía. De las escobas se decía que eran tan buenas que barrían solas; de los locos se murmuraba que en cada casa había uno. Hace años el alcalde del lugar me invitó a dar ahí una conferencia. Extrañamente sería en domingo, y a las 10 de la mañana, día y hora poco propicios para decir o escuchar una perorata. Aun así me avine a los términos fijados y llegué puntual a la casa del munícipe. Nos disponíamos a salir para dirigirnos al cine de la localidad, donde tendría lugar el acto, cuando un gendarme se acercó al alcalde y le dijo con tono de inquietud: “Señor Presidente: a’i ‘stá Milo”. Noté que el edil se preocupó. Pero era la primera autoridad del pueblo, de modo que decretó con voz firme: “Vamos allá”. En el camino me explicó que Milo era un sujeto que vivía en una calle por la cual debíamos pasar para ir al sitio de la conferencia. Toda la semana el tal Milo era una persona normal, pacífica, ordenada. Los domingos, sin embargo, lo poseía una extraña forma de locura. Se ponía en el frente de su casa con un montón de piedras de muy buen tamaño, y a todo el que se atrevía a pasar por ahí le arreaba una pedrada, o varias. La puntería del orate era de apache, y a más de un infeliz había descalabrado o le había roto una costilla. Llegamos a la calle donde Milo tenía su retén y, en efecto: nomás nos vio tomó sendos pedruscos, uno en cada mano, pues para colmo era ambidextro, y se colocó en la actitud que debe haber asumido Horacio Cocles cuando se dispuso a defender su puente. El alcalde hizo un gesto como el de San Francisco cuando dijo aquello de: “Paz, hermano lobo”, y luego me dijo: “Vamos usted y yo a conferenciar con Milo. Quizás al ver a un visitante nos deje pasar”. He conservado siempre mi instinto de conservación, como lo prueba el hecho de que jamás he ido a una mañanera, pero no pude sustraerme a la petición del jefe de la Comuna, de modo que fui con él hacia el tal Milo, aunque caminando detrás del señor. Cuestión de protocolo, sabe usted. El edil le preguntó cautelosamente al belicoso enajenado: “¿Cómo está el paso, Milo?”. Sin soltar las piedras respondió él: “Está peligrosillo”. El alcalde se volvió hacía mí y dictaminó: “Vámonos”. Volvimos sobre nuestros pasos, y dimos un rodeo de varias cuadras para ir al sitio de la conferencia. Llegamos cansados, pero no lapidados. Todo esto viene a cuento porque en un mismo día México fue declarado por cuarto año consecutivo el país más peligroso del mundo para ejercer el periodismo, y el Popocatépetl obtuvo la categoría del volcán más peligroso de la Tierra, por el gran número de humanos que viven en su cercanía y están cotidianamente expuestos a sus erupciones. Si a eso le sumamos los riesgos que derivan de la actividad del crimen organizado frente a la inactividad del Gobierno desorganizado, y la falta de atención y de medicamentos en las instituciones de salud pública, tan privadas de todo, ya se verá que México no es un país peligrosillo, sino extremadamente peligroso… Y hablando de peligros, aprovecho la ocasión para decir que en las elecciones del 4 de junio en Coahuila un voto por Morena o el PT será un voto contra Coahuila… Narraré ahora chascarrillo picaresco a fin de calmar la intranquilidad de la República. La pequeña Rosilita vio a Pepito hacer pipí, y aquello le pareció muy práctico. Le preguntó a su hermana mayor: “¿Por qué yo no tengo una igual?”. “No te preocupes, hermanita —la tranquilizó la chica—. Cuando llegues a mi edad podrás tener todas las que quieras”. FIN.
Medidas de inseguridad
Luy
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
El padre de aquel hombre era ya viejo.
Todos los de la familia comían en plato de porcelana fina, menos el anciano. Su hijo le tenía dispuesta una escudilla corriente, de madera, y en ella le servía sus alimentos.
—Las manos le tiemblan por sus muchos años —razonaba—. Si le doy un plato como el de nosotros seguramente lo quebraría.
Una tarde llegó el hombre a su casa y vio a su hijo menor ocupado en tallar un trozo de madera.
Le preguntó:
—¿Qué haces?
Respondió el niño:
—Estoy labrando la escudilla de madera en la que comerás cuando seas viejo como mi abuelo.
No sé si este antiguo cuento tenga una moraleja. Yo le pondría ésta: “El mal que a tus padres hagas, con tus hijos lo pagas”.
Y añadiría:
“Y el bien que les harás, de tus hijos lo recibirás”.
¡Hasta mañana!…
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