Por: Luis Farias Mackey
¿Por qué nos negamos a llamar a las cosas por su nombre?
López Obrador es un loco y nosotros unos cobardes.
Un loco al que nadie paró… por cobardía.
De niño lo dejaron ser y hacer para evitar sus berrinches, espasmos e interminables reclamos. Hasta que mató al hermano y lisió a un compañero de juego. Y, aún entonces, lo cobijaron auspiciando, aún más, su delirio mesiánico.
Del PRI en Tabasco lo tuvieron que quitar porque los propios priístas sufrían sus acosos y chantajes, pero en lugar de castigarlo, lo premiaron con un cargo federal.
Cuauhtémoc lo aupó para detener a Porfirio dentro del PRD y López, primero, se deshizo de Cuauhtémoc y, luego, de Porfirio para finalmente del PRD.
Fiel a su padecimiento, pronto nada quedará de Morena. Al tiempo.
Camacho y Ebrard intentaron medrar con él, ostentándose como grandes negociadores; le hincharon de dinero y casi le escrituraron el Zócalo. El primero murió ya en el declive, capturado y arrumbado dentro de su secta, mientras que el segundo sigue sin entender su servidumbre voluntaria y suicida. González Pedrero, Payán, González Guevara y el propio Porfirio, entre otros muchos, murieron en el oprobio obradorista.
Creel y Ortiz Pincheti se entregaron a él desde el IFE y su supuesta vocación apartidista, apolítica e ¡imparcial! Babeaban al lado de él en medio de unas cajas vacías en el Zócalo (1994). El primero murió (QEPD) en la más absoluta nulidad, aunque con consorte en la Corte, el segundo sigue extraviado en la nada.
Zedillo le limpió sus expedientes penales y le abrió sin derecho a llaves las puertas de la Ciudad de México. Todo en su afán de pasar a la historia como el padre de una alternancia a mitad del río: con la presidencia al PAN y el Distrito Federal (hoy CDMX) al PRD. Una para un tonto útil, el otro para un delirante. Hoy, teniendo razón en sus críticas a la Reforma Judicial, Zedillo hace puntual desmemoria de su ciego y zafio cálculo.
Salinas, para no malquistarse con Camacho, ni alebrestar al de suyo alebrestado PRD post 88, consintió que jugaran a los espejos con un psicótico que terminaría por tragarse a todos. El propio Salinas desde hace seis años no pisa México.
Fox y Creel se espantaron con su propia sombra, ignorando que golpe que no aniquila fortalece. E ignorantes, aún, siguen lanzando golpes al aire.
Calderón, entre su cargo de consciencia —haiga sido como haiga sido— y sus rencores, medianía y bilis, le sacó la vuelta.
Peña no supo ni donde estaba. Osorio sólo pensaba en la sucesión y Videgaray no tenía cabeza más que para pelearse con todos en casa. Todos le cedieron el poder por adelantado en la ignominia. Ni un pelo les ha tocado.
La izquierda se deslumbró con su palabra hueca pero incansable y torrencial, con su capacidad para enredar todo, para victimizarse; con su excitación incesante y enfermiza hiperactividad. Todo ello señales de un hombre fuera de sus cabales. Hoy todos se sorprenden de no haberlo visto y reniegan de haberlo encumbrado. Claro, desde el exilio político en que los tiene una vez que ya no le sirvieron para nada.
Medios, empresarios, banqueros, concesionarios y contratistas se espantaron con un tigre de papel y, vividores del presidencialismo, se postraron a sus pies hasta cavar a lengüetazos las tumbas de su pávida voracidad.
Sicofantes, débiles mentales, resentidos sociales y deficientes emocionales no sólo se identificaron con él en su desamparo, sino que lo hicieron su Salvador. Un salvador que les abrió la burocracia dorada, la fama pública y unas cuantas virutas del poder hasta hacerlos fervientes adictos, cruzados dogmáticos y primeros beneficiarios. Como con Eichman, no hay en ellos maldad, sólo simple y natural estupidez.
Unos lo adoran hasta inmolarse en el fuego eterno; otros lo desprecian y ambos se repelen en los extremos de una rijocidad que amenaza con quebrar a México en una guerra civil a muerte de mil partes y signos.
Lo más grave son sus efectos pedagógicos formando a generaciones en la traición, la mentira, la locura, el abuso, el odio, la paranoia, la patanería, el histrionismo. Si algo es la 4T es ser una escuela de locura.
Escuela que enseña que la escalera al poder se sube patológicamente; que contagia conductas de desequilibrio emocional y de pensamiento irracional. Que sostiene que la mentira es más creíble, más fácil y veloz de esparcir que la verdad; que la emoción mueve más que la razón, sin importar los costos; que la violencia irracional, el discurso iracundo, la mentira temeraria, la histeria histriónica y la maledicencia enfermiza premian. Que la salud mental es un fardo a tirar por la borda si se quiere ascender.
Y todo ello pasa y ha pasado entre nosotros a lo largo de muchos años. Cuando ordenó a sus fieles organizarle una toma de posesión como presidente legítimo y éstos, en lugar de encerrarlo con camisa de fuerza y tras siete puertas, lo invistieron con una banda presidencial de kermes y vítores propios de un psiquiátrico de pueblo, no sólo le compraron su locura: la superaron.
Y hoy, cobardes, cuando ya casi nada por destruir le queda, nadie osa en llamarlo loco y reconocerse en su cobardía.
No vivimos un fin de sexenio más, tampoco una sucesión presidencial, ni siquiera una herencia monárquica.
No vivimos una República, no tenemos un Congreso, la vida institucional es ya viejo recuerdo, el Estado de Derecho uno de tantos camiones incendiados en Culiacán. Vivimos en un manicomio gobernado por los internos, donde lo único que puede pasar es entronizar la locura hasta arrasarlo todo.
váyase mucho a la verga