Sebastián Korczak
IV Domingo de la Cuaresma: ¿celoso y resentido?
El cuarto domingo de la Cuaresma nos ofrece un testimonio maravilloso de la misericordia de Dios-Padre. Sin duda es una parábola más cautivadora de Jesús. A veces, está mal llamada “parábola del hijo pródigo” pero no olvidemos que en el centro está “padre bueno y misericordioso” aunque este “hijo menor” ha atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.
En este relato tenemos la única y maravillosa e incomparable con nada ni nadie, la imagen de nuestro Padre Dios. Y no sólo en su relación con el hijo pródigo sino también en su actitud (o sobre todo en su actitud con el hijo mayor).
“Hijo mayor” era un hombre que permanecía junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido, queda molesto. El retorno del hermano no le produce ninguna alegría, en contrario, actúa con rabia y desconcierto: “se indignó y se negaba a entrar” en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos. ¿Te preguntaste por qué? Es ambicioso y toda su vida era para demostrar a los demás quien no era en el fondo. Todo el tiempo aparentaba y se comparaba con su hermano pero en el fondo siempre quería vivir como él.
¡Cuántas veces nos parecemos a él¡ Juzgamos tan duro a los que se alejan, equivocan o “pierden”. Nos deleitamos chismeando sobre sus errores, lo comentamos con detalles para condenar y para demostrar nuestra “pureza eclesiástica”. Estamos tan lejos de la actitud que requiere el padre.
El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde “trata de persuadirlo” para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora sólo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano. ¿No te ha pasado esto?
Las personas que no son auténticas, en los momentos de prueba sólo saben basar su conducta buscando fallos en los demás para justificarse a sí mismo y hasta inventan las cosas (“se ha comido tus bienes con malas mujeres”). Es pura imaginación del hermano mayor, a lo mejor porque él mismo quería hacer algo semejante.
Varias veces las personas que acusan sin fundamentos actúan así porque ellos mismos tienen este problema “de los deseos más profundos y ocultos”. Esta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos, fantaseando con la vida diferente. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar porque no aprecia, respeta su vida y los que lo rodean. No entiende el amor de su padre a aquel hermano perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Nos falta tanto ser más compasivos con los demás.
En el mundo actual vivimos una fuerte crisis religiosa pero seguimos cometiendo el mismo error: nos hemos habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular… Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. ¡Es Padre de todos¡ Cuanto cambiaría nuestra Iglesia, si hiciéramos más caso al Papa Francisco, si hubiera esa actitud de perdón y misericordia en nuestras iglesias. En vez de esta preciosa experiencia, tan propia de Dios Padre, nos sentimos juzgados por personas resentidas y sospechando de todos que no cumplen.
Miremos como actúa este “Padre tan padre”: no deja que el hijo haga todo el camino, sino que sale a su encuentro. ¡Qué maravilloso¡ Probablemente todos los días salía a su encuentro! Se conmueve su corazón y “echando a correr, se le echó al cuello”. No le importa qué dirá la gente, ni su dignidad. No es el rito que le preocupa, porque su liturgia es el amor que se expresa espontaneo y tan expresivo. ¡Él está feliz porque puede demostrar cuanto ama!
Tampoco le deja terminar su acusación, ni le reprocha nada. No quiere escuchar justificaciones ni ver el dolor de su hijo amado. Lo besa como signo de perdón, le da sandalias, que distinguen al libre del criado. Hace vestirle con el mejor traje, como honor extraordinario. Y le regala, incluso, un anillo —expresión del poder que le confiere—. Así le sigue considerando como hijo y celebra con una fiesta su vuelta a la casa. Sin duda, Cristo quiere mostramos la imagen auténtica de Dios Padre. ¿Está de acuerdo con la tuya o también se te “pegó” la imagen de resentimiento que transmiten algunos?
El “hijo mayor” es una interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia a pesar de tantos malos testimonios? ¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo prescrito en las normas, o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras del derecho canónico o tendemos puentes? ¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo? ¿Somos misericordiosos como nuestro “Padre tan padre”? Él no abandona, cuando uno de los suyos está en la miseria. Al contrario, entonces lo ama con preferencia, porque sabe que necesita del padre, sobre todo en esa situación difícil.
Para el padre todo volverá a ser igual que antes; ese que ha llegado no será un jornalero como pretende, será su hijo querido, que se había perdido y que ha vuelto a la casa paterna. Sin embargo la parábola no satisface nuestra curiosidad: ¿hermano mayor entró en la fiesta o se quedó fuera? ¿Y tú entras en la fiesta y jubileo de la misericordia que te ofrece nuestro “Padre tan padre o te quedas fuera celoso y resentido?”.
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