Tribuna Campeche

Diario Independiente

De política… y cosas peores: Piden que los dejen trabajar

Catón

Dos amigas hablaban acerca de un matrimonio que vivía en la misma colonia. Dice una: “Fíjate que él ya se aburrió de ella, pero no se lo dice, y para divertirse sale con una amiguita. Ella, por su parte, está harta de él, y para no estallar tiene cada semana una aventura amorosa diferente. Con eso se distrae”. “¡Qué emocionante! —exclama muy conmovida la otra—. ¡Los dos están tratando de salvar su matrimonio!”… ¿Qué piden los pequeños empresarios mexicanos? ¿Subsidios? ¡No! ¿Excenciones de impuestos? ¡No! ¿Franquicias? ¡No! ¿Protecciones arancelarias? ¡No! ¿Cierre de fronteras? ¡No! Entonces, columnista, ¿qué piden los pequeños empresarios mexicanos? Dínoslo ya, pues el suspenso en que nos tienes es más grande aun que el de una película de Hitchcock, una novela de Simeon o un folletón de Eugenio Sue o Ponson du Terrail… Está bien, voy a decirlo ahora: ¡Lo único que piden los pequeños empresarios mexicanos es que los dejen trabajar! Tantas trabas encuentran, tal cúmulo de obstáculos deben superar, tan infinito número de trámites deben hacer, que tal parece que toda la estructura legislativa y de administración en México está diseñada para impedir a los ciudadanos que trabajen y para obligarlos a ser eggones, con perdón sea dicho. Y no se diga si alguno de esos pequeños empresarios quiere exportar: les es más fácil poner un cohete en Plutón, impulsándolo con el fósforo obtenido de una cajita de cerillos, que hacer llegar sus productos al otro lado de la frontera. Seguimos padeciendo esa incontenible propensión al papeleo que heredamos de nuestros antepasados de la Colonia, tiempo en el cual hasta para ventear era necesario elevar a la alta consideración de las autoridades un ocurso o memorial escrito en infinitas fojas útiles y vuelta, y esperar per saecula saeculorum su respuesta. Tal se diría que el trabajo de la burocracia consiste en estorbar el trabajo de los demás. El seductor galán elogiaba las bellas piernas de la chica. Le dice ella: “Las tengo así porque las cuido mucho. Soy la mejor amiga de mis piernas”. “Qué bueno —la felicita el galán—. Pero supongo que no serán inseparables”… Hoganio y Niclasio eran fanáticos jugadores de golf, pero Hoganio tenía problemas para conseguir que su señora le diera permiso de ir a jugar. “Haz lo que yo —le aconseja Niclasio—. Le digo a mi mujer: ‘Caray, Frigidia, no sé si quedarme a hacer el amor contigo o irme al club a jugar golf’. Entonces ella me dice: ‘Llévate la gorra porque parece que va a hacer mucho sol’”… Cierto médico del Seguro Social fue llamado por el director de la clínica en la que trabajaba. Una paciente lo acusaba de haber sido grosero con ella. “No es cierto —se defiende el doctor—. Lo que sucedió fue esto. Hoy por la mañana tuve una discusión con mi mujer, y me salí de la casa sin almorzar. El coche no arrancó; me vi obligado a viajar en un autobús atestado después de esperar media hora bajo la lluvia. Como llegué tarde perdí el derecho al bono de puntualidad. Estaba, pues, de un humor pésimo. Entonces fue cuando esta señora me dijo que otro doctor le había ordenado que se tomara la temperatura, y me preguntó que dónde se debía poner el termómetro. Yo lo único que hice fue decírselo”… El pintor de brocha gorda le ofreció sus servicios al señor. Por ayudarlo le dice éste: “Pínteme el porche con pintura vinílica color verde pistache”. Un par de horas después le dice el pintor: “Ya terminé, señor. Pero ¿por qué me dijo que era porche, si es Ferrari?”… Un detective buscaba a cierto individuo. Averiguó sus señas y fue a su casa. La joven criadita abrió la puerta. “¿Está el señor Hamponio?” —pregunta el investigador. “No está —responde la muchacha—. Salió de la ciudad”. Inquiere el detective: “¿Conoce usted su paradero?”. “No, señor —se ruboriza la criadita—. Eso nada más su esposa”. (No le entendí)… FIN.

Mirador

Armando Fuentes Aguirre

Antonio de Valencia, óptimo maestro, gozaba de insigne fama por su sabiduría. Tuvo amistad cercana con los tres hombres más eruditos de su tiempo: Erasmo de Rotterdam; Luis Vives, su paisano, y Guillaume Budeo, fundador del Colegio de Francia.
Nadie tenía en España tantos libros como aquel don Antonio de Valencia. Ni siquiera Nebrija pudo allegarse tantos. Poseía valiosos palimpsestos; fue dueño de los primeros códices indianos llegados de la América; tenía copia de raros manuscritos opistógrafos; coleccionaba hasta las coplas que el pueblo escribía en hojas de papel de estraza.
Una vez don Antonio de Valencia conoció a una muchachilla de ligero vivir y se prendó de ella. Por cumplirle sus antojos se empobreció y hubo de vender todos sus libros. ¿Ha de extrañar eso en un enamorado?
Sus amigos se preocupaban. Le decían:
—Ya no tienes libros.
—Sí —respondía Antonio de Valencia—. Tengo los dos más importantes: el amor y la vida. Antes despreciaba yo esos libros, pues no los entendía. Ahora los entiendo y los amo. El amor nos hace entender todo.
Y sonreía Antonio de Valencia al decir eso.
¡Hasta mañana!…

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