Tribuna Campeche

Diario Independiente

Desquiciamiento de límites de la política mexicana: Harakiri

Luis Rubio

Todo iba bien cuando empezó la locura. El afán de transformación se había limitado a eliminar obstáculos que no gozaban de mayor reconocimiento popular y ampliar las transferencias monetarias a las clientelas preferidas.
Ambos pasos respondieron a una lógica impecable: si no goza de legitimidad, puede ser eliminado a un costo mínimo, y los fondos derivados de este acto permitirían ampliar y consolidar las fuentes de apoyo.
De hecho, las encuestas muestran que el costo político de eliminar entidades, instituciones y fondos, incluso para cosas tan fundamentales como el sector salud, ha sido mínimo. Quizás eso llevó al Presidente a considerar que todo es posible y que el único límite es la imaginación.
De hecho, hay muchas cosas que requerían (y aún requieren) ser modificadas y que no habían sido posibles en gran medida por la capacidad de varios grupos de interés para entorpecer la acción gubernamental: sindicatos, empresarios, políticos.
Nadie puede tener la menor duda de que hay inmensos despilfarros en el gasto público; que la inercia burocrática conduce inevitablemente a exigir más recursos en lugar de aumentar la productividad y mejorar los resultados; y que existen diversas partidas en el presupuesto público que tienen el efecto contrario al originalmente concebido.
La forma en que los líderes de los partidos de oposición se comportan frente a los recursos federales que reciben por ley es un buen ejemplo de esto, pero ese es otro tema.
Sin compromisos previos, el presidente López Obrador tuvo todo en sus manos para llevar a cabo esa transformación que prometió, pero que luego se redujo a nada más que concentrar poder y destruir fuentes de contrapeso potencial a la Presidencia.
Muchos de los principales impedimentos para el crecimiento económico y el desarrollo del país podrían haberse eliminado, abriendo enormes oportunidades para el futuro. Eso no sucedió. Y ahora el panorama se ve empañado por medidas que permiten anticipar escenarios cada vez más complejos y conflictivos para el proceso sucesorio en ciernes.
Las últimas semanas han sido testigos de la voluntad de tentar al destino, incluso sin reconocerlo. Los ataques a la Corte Suprema de Justicia y en especial al ministro presidente no cesan y ahora vienen acompañados de decretos que conllevan, al menos en términos políticos, un claro espíritu de desprecio.
Nada como esto había sucedido antes. Inmediatamente después una expropiación, en este caso del ferrocarril transístmico.
Estos dos ejemplos constituyen una enorme escalada con respecto al ya de por sí agrio y agresivo tono de las diatribas matutinas presidenciales diarias. Y todavía quedan 15 meses.
Tras el derrumbe de la Unión Soviética y los gobiernos comunistas de sus satélites, la jefa del partido húngaro, Karoly Grosz, acuñó una frase lapidaria que empieza a parecer un vaticinio de lo que vendrá en México: “El partido se hizo añicos no por sus opositores sino —paradójicamente— por la dirigencia”.
Justo en el momento del ciclo político en que los presidentes mexicanos tradicionalmente intentaban consolidar lo que habían logrado y prepararse para el tramo final, con la esperanza de evitar la turbulencia y las posibles crisis que acompañaron a muchas transiciones presidenciales, el presidente López Obrador sube el tono y emprende una nueva embestida en más y más frentes.
El objetivo es claro: ganar las elecciones presidenciales cueste lo que cueste. La pregunta obligada es obvia: si las cosas van tan bien, ¿por qué tanto circo? O, en términos simples, ¿por qué correr el riesgo de desencadenar fuerzas que luego podrían resultar imparables en esta etapa del juego, abriendo más frentes cada minuto?
Hay dos posibilidades especulativas: una es que no existe tal certeza de ganar, lo que requeriría duplicar. La otra es que la facilidad con la que el Presidente ha logrado avanzar en su agenda a lo largo de estos últimos cinco años lo ha llevado a considerar que todo es factible y a bajo costo.
Los japoneses pensaron algo así en la Segunda Guerra Mundial y terminaron cometiendo harakiri.
El problema no radica únicamente en el desquiciamiento de los límites tradicionales de la política mexicana (que, por cierto, no tienen por qué ser inamovibles), sino en la agresividad de la estrategia justo ahora cuando empiezan a ascender las inexorables vulnerabilidades de toda transición presidencial y, con ellos, los riesgos de acabar mal. Los instintos suicidas parecen haberse desatado.
Ortega y Gasset dijo que “este es el peligro más grave que amenaza hoy a la civilización: la intervención del Estado; la absorción por parte del Estado de todo esfuerzo social espontáneo, es decir, de la acción histórica espontánea, que en el largo plazo sustenta, nutre e impulsa los destinos humanos”.
El camino emprendido en los últimos días no sólo aleja a los mexicanos de la civilización para acercar al país a la tiranía, sino que conduce a situaciones potencialmente críticas, justo lo contrario de lo que ha motivado al Presidente desde el primer día de su mandato.
De no alterarse el rumbo, el país podría encontrarse, en el menor de los casos, frente a una crisis constitucional que bien podría agudizarse si la elección no resulta como desea el Presidente. Tiempos interesantes, como dirían los chinos.
@lrubiof

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