José Carreño Carlón
Cuesta arriba. La oposición democrática de México registró el lunes sus primeros pasos concretos hacia la unidad. Va cuesta arriba en su intento de descontar la distancia agandallada por la desmesurada conducta de un Presidente dispuesto a pasar sobre la legalidad electoral y sus reglas en materia de tiempos y manejo y fiscalización de recursos.
Con la indulgencia del nuevo Instituto Nacional Electoral (INE), el gobernante supremo y su partido, al mando de su elenco de prospectos para ocupar el palacio presidencial, han perpetrado contra la ley innumerables actos anticipados de campaña. Y lo han hecho con una escandalosa derrama de recursos sin control.
De hecho, con todos los poderes y recursos del Estado, el Presidente ha estado en campaña durante sus casi cinco años de gobierno. Ha monopolizado el escenario y el temario del debate público. Y ha desplegado una estrategia de marginación y descrédito —con miras una guerra de exterminio— de la discrepancia, la crítica y la oposición.
Bajo fuego. Así fuera sólo por los desacuerdos o mezquindades de sus líderes partidistas, el hecho es que la oposición había estado ausente de la escena preelectoral. Por tanto, se había mantenido apegada a los plazos de la ley (y por tanto, también, alejada de toda posibilidad realista de competencia). Y a la radical inequidad que todo esto supone, se ha unido un fuego cruzado sobre el despertar reciente de la oposición.
Al menos desde tres emplazamientos: uno, alevoso y previsible, el búnker palaciego. Los otros, producto del inevitable (y deseable) debate mediático y político. Respecto del primero, más tardó el lunes el Frente Amplio por México en presentarse en sociedad, que López Obrador en disparar las primeras ráfagas envenenadas de diatribas, descalificaciones y sospechas conspirativas. Por su parte, la crítica mediática se debate en medio de un contradictorio fuego cruzado.
La ley como problema. Por un lado, están el reproche al retraso de la oposición en echar a andar su proceso de selección de candidato y la crítica a su rezago en la pista preelectoral, con el saldo de una desventaja supuestamente insuperable frente a los adelantados, copiosos e ilegales actos anticipados de campaña del oficialismo.
Pero por otro lado está la recriminación por irrumpir ahora en el mismo escenario de ilegalidad del oficialismo, al disponerse a registrar a sus propios aspirantes a la Presidencia, organizarles foros de discusión, encuestarlos y someterlos a elecciones primarias antes de los plazos establecidos por la ley. En otras palabras, el Presidente logró imponerle a la agenda electoral su discurso recurrente de la ley como obstáculo y problema y no como norma de convivencia civilizada.
Entre la ley de la selva y la ley del embudo. Y es que la violación sistemática de la legislación electoral por el régimen llevó a los ciudadanos y a la oposición partidista a un dilema con salidas indeseables. Por un lado, la opción de emparejar las condiciones de la competencia incurriendo también en ilegales actos anticipados de campaña: la ruta de regreso a la ley de la selva.
O la opción de resignarse a padecer la ley del embudo: el coloquialismo hispanoamericano del símil de ese utensilio —sobreviviente en algunas tlapalerías— con un extremo muy ancho (equiparado al campo de acción sin restricciones del poderoso, no obligado a cumplir la ley), y un extremo muy estrecho (identificado como el campo altamente restrictivo para el subyugado, sometido al rigor implacable de la norma).
La parálisis impuesta al INE abre el horizonte 2024 a la ley de la selva. Y no hay que descartar la tentación de pretender la aplicación de la ley del embudo a la hora de absolver los actos punibles del régimen y condenar los mismos actos cuando son cometidos por la oposición.
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