Catón
No me avergüenza confesarlo: soy un gran comilón. Ni siquiera necesito decirlo: lo proclama esta barriga de canónigo que luzco, ufano, como prueba de haber vivido bien. Diosito me dio lo que antes se llamaba “una panza de músico”, así nombrada porque los músicos callejeros debían comer a deshoras los peores y más diversos comistrajos que les ofrecían sus patrones, de modo que su estómago formaba una especie de coraza que protegía a su dueño contra toda suerte de indisposiciones gástricas. Ya lo dijo Cervantes: “El estómago es la oficina donde se fragua la salud del cuerpo”. Yo procuré aprender desde muy joven a disfrutar la buena mesa, pues supe, o por lo menos presentí, que la gula sería el último pecado de la carne que podría cometer. Lejos estoy de considerarme un bon vivant. Para eso se necesita ser catrín, señoritingo, petimetre, y yo no lo soy. Mis gustos son modestos, y no se avienen con esos restoranes de postín donde te sirven porciones mínimas y luego te presentan cuentas máximas. Yo prefiero lo sencillo, lo tradicional. Busco sobre todo, sin menosprecio de otras, las delicias de nuestra cocina, aquellas que guisaban con amor —el condimento mejor de cualquier guiso— mi abuela, mi madre, mi señora y su señora madre; los ricos platillos que se gozan también en entrañables sitios a los que va uno a comer, no a que te vean comer. Pondré un ejemplo. Cada vez que me invitan a perorar en Hermosillo, Sonora, exijo que el contrato incluya una cláusula especial, una condición sine qua non: que me lleven a degustar esa inefable gala de gula que son los tacos de cabeza del Chino. Junto con los que en mi ciudad ofrece mi amigo don Abel en “Los Pioneros” —de cachete, de barbacoa, de asado—, los tacos del Chino son los más sabrosos de este mundo y de todos los demás mundos que existan en la infinita vastedad del universo. Acabo de escuchar en You Tube una entrevista que en un interesante programa, “La cumbre de los sherpas”, le hizo un excelente entrevistador a don Lamberto Ung Navarro, el famoso Chino que a partir de un humilde carrito de tacos forjó la exitosa cadena de restoranes que hoy con sus hijos dirige entre otros diversos negocios, todos de éxito. Recordó él que en cierta ocasión estuve en una de sus taquerías, y tuve el honor y el gusto de charlar con él. Al despedirnos le pedí su tarjeta de presentación. En ella vi lo que dije antes; que a más de sus taquerías tenía otras empresas: ganadería, producción de quesos, reciclaje de chatarra. Supe entonces que a más de ser un gran taquero era un hombre creativo, talentoso y, sobre todo, trabajador. Le comenté; “Don Lamberto: con más mexicanos como usted no habría crisis económicas en este país”. Las dádivas que el actual régimen da a la gente son, es cierto, un paliativo a la pobreza, pero no la resuelven. En la creación de empleos y en el trabajo diario está la solución a ese grave problema. Ahora me propongo portarme bien a fin de recibir, como merecido premio, una invitación para ir a Hermosillo y volver a disfrutar —bendito sea el Señor— de los tacos de cabeza del Chino… Don Cirulo ingresó al Club Silvestre. El primer día que asistió, los otros socios le jugaron una pesada broma a modo de novatada. Estaba desnudo en el baño de vapor; lo empujaron hacia afuera y cerraron la puerta por dentro. Apenas alcanzó a cubrirse el rostro con la toalla para ocultar su identidad, pero al hacer eso tuvo que dejar a la vista todo lo demás. Lo observaron detenidamente tres señoras que pasaban. Dijo la primera: “No es mi marido”. Confirmó la segunda: “No; no es tu marido”. Aseguró la tercera: “No es ninguno de los socios del club”. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
“Noviembre, dichoso mes, que empieza con Todos Santos y acaba con San Andrés”.
Hoy es el día de ese santo. Hermano de San Pedro, pescador como él, fue uno de los doce apóstoles que siguieron a Cristo en su predicación. Se le representa con una red en las manos, emblema de su oficio. Jesús lo vio pescando con Pedro y a los dos les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”.
San Andrés sufrió muerte de cruz, igual que su hermano. Ambos consideraron honor inmerecido ser crucificados en la misma forma que su Maestro. Pedro pidió que lo crucificaran cabeza abajo, y Andrés solicitó que su cruz fuera diferente de la del Señor. Lo clavaron en una cruz aspada, es decir en forma de equis, que por eso se llama cruz de San Andrés.
La virtud principal de este santo es la humildad. No goza la fama de su hermano, ni es tan nombrado como él, pero igual mereció la gloria de dar su vida por la fe. Ojalá algún día San Andrés y San Pedro me pesquen en su red.
¡Hasta mañana!…
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