José Ramón Cossío Díaz
Apenas la semana pasada el presidente Andrés Manuel López Obrador utilizó su charla matutina para señalar las conductas que, a su juicio, diversos jueces y magistrados federales han realizado para favorecer a presuntos delincuentes.
Dijo contar con información de cinco jueces a quienes se les han presentado denuncias penales y quejas ante el Consejo de la Judicatura Federal. Asimismo, se refirió al de ocho jueces cuyas resoluciones fueron impugnadas por el Ministerio Público y se resolvieron favorablemente por el tribunal de alzada y; de ocho casos de magistrados y jueces que se opusieron a la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, así como del caso del secuestro, tortura y asesinato de una persona.
La mezcla de temas y problemas realizada por el Presidente de la República es curiosa. El primer grupo de casos, por él comentado, tiene en común la existencia de denuncias o quejas. Más allá del resultado que finalmente vaya a alcanzarse en cada uno de esos procedimientos, lo cierto es que los jueces mencionados están siendo investigados, ninguna condena se ha emitido sobre ellos y, por lo mismo, continúan gozando de presunción de inocencia.
El segundo grupo de juzgadores aludidos, lo es por un supuesto aún más endeble. Sencillamente, porque sus decisiones fueron recurridas conforme a los procedimientos jurídicos previstos tanto en la Constitución como en las leyes y, como lo reconoce el propio jefe del Ejecutivo, en algunos casos han sido revocados o modificados.
Me parece que aun cuando el juicio presidencial se debe a la existencia de las impugnaciones o las modificaciones, estos supuestos son en realidad las condiciones ordinarias de la actuación judicial sometida a crítica.
El tercer grupo, ya de plano en una condición incremental, se forma con base en las decisiones tomadas por algunos juzgadores en acatamiento a lo resuelto recientemente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos Tzompaxtle Tecpile y otros, así como Daniel García Rodríguez y Reyes Alpízar Ortiz, contra el Estado mexicano.
Siguiendo los precedentes de la Corte mexicana y de la propia Corte Interamericana, los jueces nacionales consideraron la inconvencionalidad de lo dispuesto en las normas nacionales, y rechazaron las solicitudes de otorgamiento de la prisión preventiva oficiosa llevada a cabo por el Ministerio Público correspondiente.
En el último caso expuesto por el Presidente, se alude a la responsabilidad de un juez de Distrito por absolver a seis presuntos responsables del secuestro, tortura y asesinato de una persona, a pesar de que otros seis implicados sí fueron sentenciados.
Supongo que el juicio presidencial de que mientras unos implicados sí fueron sentenciados, otros no lo fueron, y ello, supongo también, le lleva a considerar al Presidente la existencia de una grave violación constitucional.
Debido a la posición que ocupa y a sus indudables capacidades comunicacionales, el propio Ejecutivo y su equipo, así como algún sector de la opinión pública, por una parte, pudieron haber creído que las acusaciones realizadas eran verdaderas. Que lo afirmado por él, efectivamente mostraba la corrupción del Poder Judicial.
Por otra parte, y considerando los mismos supuestos tanto posicionales como comunicacionales, algunas personas pudieron haber pensado que los señalamientos hechos en la conferencia matutina mostraban su fuerza o, si se quiere, el enorme poder con que cuenta Andrés Manuel López Obrador. Por mi parte, creo que las declaraciones presidenciales en realidad ponen de manifiesto debilidad institucional y personal.
En primer lugar, lo dicho por el Presidente muestra la existencia de un sistema de impartición de justicia en marcha. El que existan quejas, denuncias, recursos, revocaciones y cumplimientos a lo decidido por las cortes mexicana e interamericana, simple y sencillamente pone de manifiesto que diversas instancias están actuando para revisar los actos de los juzgadores, o para lograr el cumplimiento de lo previsto en la Constitución, los tratados internacionales y las leyes.
Ahí donde el Presidente pretendió identificar desvíos, en realidad encontró procedimientos encaminados a revisar o a corregir los que, efectivamente, pudieran serlo.
En segundo lugar, las acusaciones realizadas por el jefe del Ejecutivo en contra de diversos juzgadores lo muestran como un gobernante débil. Si López Obrador fuera efectivamente poderoso, contaría con unos servicios jurídicos técnicos, capaces de presentar adecuadamente sus quejas, denuncias y recursos en el plano jurídico.
La fuerza del mandatario debería poderse constatar en su capacidad para enfrentar las decisiones judiciales adversas, y en su capacidad para denunciar sólidamente las conductas de aquellos juzgadores que, a su juicio, se apartaran del recto desempeño de sus tareas.
Esta forma de proceder mostraría que el Presidente se encuentra en pleno dominio y ejercicio tanto de las competencias como de las facultades que le confieren la Constitución y las leyes.
Sin embargo, cuando para remediar los males que estima que le causan, ya sea de manera personal o institucionalmente, tiene que acudir a señalamientos ad hominem o de plano incurrir en distorsiones entre las conductas judiciales y los medios —también judiciales— para controlarlas, lo que demuestra es una profunda debilidad institucional, más allá del apoyo y de los recursos que su posición política pudieran o debieran conferirle.
A lo largo de los siglos se han producido distintas reflexiones para dar cuenta de las relaciones entre poder y autoridad o, dicho de otra manera, entre el poder real y el aparente.
En los análisis que Claudio Lomnitz llevó a cabo (El tejido social rasgado) para dar cuenta de las maneras en que se ejerce el poder público en México, diferenció entre el poder estatal y la soberanía.
Con el primero, aludió a la capacidad efectiva del ejercicio del poder, y mediante el segundo, a la parafernalia de la que se rodea quien tiene que aparentar que lo hace. Las denuncias mañaneras a los juzgadores tuvieron este carácter.
Las incapacidades jurídica y judicial del Presidente lo llevaron a agredir a los juzgadores. Ello a costa de su investidura, sus atribuciones y sus posibilidades de gobernar a una sociedad con crecientes conflictos. Esas muchas diferencias y problemas que, para bien y para mal, requieren de más y mejores jueces, como lo sabe todo aquel que comprenda la función del Estado. (El País).
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