Miguel Carbonell
Arrecian los ataques contra la Suprema Corte desde el entorno de la Presidencia de la República. Tanto en voz del propio Presidente como a través de las cuentas oficiales de distintos organismos públicos en redes sociales, se habla de “excesivos privilegios” de ministras y ministros, entre otros extravíos comunicativos. Los legisladores del partido en el poder se apresuran a quedar bien con su líder moral y presentan iniciativas en ambas Cámaras del Congreso de la Unión para dar forma a la lamentable ocurrencia de que los integrantes de la Corte sean electos por voto popular.
En el colmo de la estulticia se habla incluso de “obradorizar” el Poder Judicial. No está claro lo que eso signifique. Quizá implique que las personas que se encargan de juzgar y decidir sobre las libertades y derechos de los demás hayan terminado la carrera en un vergonzante plazo de 14 años y con menos de 7.5 de promedio. O tal vez se alude a la escasez de capacidades argumentativas y desde luego oratorias que observamos cada mañana. O, en fin, podría pensarse que esa expresión implica que el perfil idóneo para ser una persona juzgadora supone que se asuman desplantes autoritarios en sus procesos de toma de decisiones y se dediquen día tras día a criticar a todo aquel que no piense como ellos.
Lo cierto es que un gobierno con credenciales democráticas valoraría tener un contrapeso judicial que estuviera pendiente y atento para señalar aquellos actos que pudieran estar fuera del marco constitucional. El Presidente podría ver en la Corte a una institución aliada en el combate a fondo contra la corrupción o incluso como un sistema de alerta para detectar a aquellos servidores públicos que no están haciendo bien su trabajo.
Es evidente que esa defensa requiere de ejercicios que no necesariamente están alineados con lo que se pregona desde los órganos políticos, emanados de contiendas electorales en las que fueron directamente elegidos. Por eso se dice que la justicia constitucional tiene un carácter “contra mayoritario”: no tiene que complacer a ninguna mayoría política y tampoco a la opinión pública. Su parámetro de actuación consiste en aplicar el orden jurídico, con independencia de que esa aplicación sea o no del gusto popular.
Por eso es que no es racional someter sus nombramientos a la ruta tan azarosa y cuestionable de los procesos electorales directos. Eso es apropiado para quienes ejercen una representación popular, no para quienes integran órganos de garantía de los derechos de todas las personas.
Los países más desarrollados suelen tener diversos mecanismos de control de los actos del poder. Los tribunales constitucionales son un buen ejemplo, aunque no el único. Hay otras instituciones encargadas, en sus ámbitos específicos de competencia, de velar por la observancia del ordenamiento jurídico. En México tenemos varios ejemplos. También habría que exigirles a sus titulares que hagan bien su trabajo y que no adopten posturas de comodidad burocrática y de inercias injustificadas en un momento tan delicado de la historia del país. Al final del día, la defensa del orden constitucional nos corresponde a todos.
Twitter: @MiguelCarbonell
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