Carlos Patiño Gutiérrez
Con interés y sorpresa observo en los diarios los casos de universidades públicas involucradas en escándalos de corrupción. Ni qué decir del lugar que ocupa México en los índices internacionales que miden ese fenómeno. En la sociedad hay un claro consenso de que la corrupción es uno de los principales males de nuestro país.
Mi postura sobre el tema es que la cultura política de los mexicanos está marcada por el patrimonialismo. No es, de ninguna manera, un fenómeno exclusivamente mexicano. De hecho, el sociólogo alemán Max Weber lo consideraba como una forma de dominación tradicional. El patrimonialismo supone un ejercicio del poder en el que el gobernante se apropia como suyos los bienes públicos de tal manera que maneja de forma indistinguible el patrimonio público y su patrimonio privado.
Así, el poderoso dispone de la universidad como si fuese suya, el presidente municipal opera el ayuntamiento como su patrimonio familiar o el general viaja con su familia en aviones del ejército para vacaciones de lujo. De acuerdo con Weber, las formas de dominación tradicional fueron reemplazadas por la dominación racional burocrática moderna. Es decir, una manera de ejercer el poder bajo una organización del Estado centralizada, especializada, impersonal, eficiente, que distribuye funciones de forma racional, y sometido a reglas.
Me parece que México ha sido históricamente una sociedad patrimonialista y no ha logrado construir un Estado vigoroso y eficiente, por el contrario, ha sido incapaz de erradicar la violencia privada y combatir la impunidad. Quienes piensan que el sexenio de Enrique Peña Nieto fue insólitamente corrupto, creo que no ven el horizonte completo.
Tan sólo en el siglo XX mexicano, obras como “La sombra del caudillo” de Martín Luis Guzmán o “Los de abajo” de Mariano Azuela, aunque trascendentes sobre todo por su valor literario, son un testimonio de primera mano de la corrupción de la Revolución Mexicana. Algo similar podríamos decir del régimen hegemónico del PRI que dominó el siglo XX, de los gobiernos de la transición democrática y de los gobiernos de Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador.
De esta cultura política patrimonialista, se han acuñado grandes frases mexicanas: “un político pobre es un pobre político”, afirmó Carlos Hank González, y “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, dijo César Garizurieta. Y en lenguaje popular: “fulano quizás roba, pero al menos salpica”; o en el límite del pudor: “hay que ser cochi, pero no tan trompudo”. Un colega profesor me confiesa que si él tuviese la oportunidad de robar dinero público, no lo dudaría ni un instante. Me parece que, si no fuera él parte de la picaresca nacional, sus palabras reflejarían más bien sus carencias y su historia de vida.
De ahí es que uno contempla vidas como la del polémico maestro universitario convertido en millonario. O la maestra de primaria, Elba Esther Gordillo, con sus 10 casas repartidas en San Diego y La Jolla, en EU, Polanco, Santa Fe y Bosques de las Lomas, en México. Bajo el amparo del patrimonialismo, así construyó su fortuna una infinidad de gobernadores cuyo enriquecimiento lícito es inexplicable. Es imposible que el producto del trabajo de un político le permita amasar una fortuna estratosférica como la de ellos.
Pensemos en el Gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador. A pesar de que el Presidente saca su pañuelo blanco y afirma que, con su Gobierno, se acabó la corrupción, y que no tolerará el abuso, el influyentismo y la impunidad, quienes integran su gabinete nos demuestran lo contrario. Si uno de los escándalos de mayor dimensión en términos económicos, durante el sexenio de Peña Nieto, fue el desvío de recursos públicos conocido como la “Estafa Maestra” que ascendió a los 7 mil 600 millones de pesos, el escándalo del desvío de recursos de Segalmex en el actual Gobierno de López Obrador es de 15 mil millones de pesos.
Imagine usted, por favor, cómo en una tranza se pueden robar una suma tan gigantesca (¡15 mil millones de pesos!) y que, además, el responsable, Ignacio Ovalle, sea un protegido del Presidente y lo haya premiado con otra chamba en la Secretaría de Gobernación. El protegido y el protector son expriístas.
Pero AMLO demoniza y culpa al pasado. Dice que ellos no son iguales. Yo pienso que sí: son iguales. Pensemos en el caso de Delfina Gómez que, como presidenta del Municipio de Texcoco, les descontó el 10% del salario a sus trabajadores para desviarlo hacia Morena. Las operaciones fueron firmadas por la propia Delfina y desvió cerca de 14 millones de pesos.
Protegida también por AMLO, la nombró increíble y aberrantemente como secretaria de Educación Pública y, actualmente, es candidata a gobernadora en el Estado de México por parte de Morena. Todo ello, a pesar de que hay una sentencia del Tribunal Electoral que reconoció y castigó esas operaciones fraudulentas. Morena reproduce las mismas prácticas del priísmo.
Pensemos en el fideicomiso que organizó el propio López Obrador en 2017 con motivo del sismo de ese año para recaudar dinero de simpatizantes de Morena y apoyar a los damnificados. El INE demostró que en el fideicomiso se juntó un monto de 78 millones de pesos, que no hay prueba de que ese dinero haya llegado a los damnificados, pero sí hay prueba de que Morena emprendió todo un esquema mediante el cual 64 millones simplemente se esfumaron a través de cheques expedidos a miembros del partido y que hay evidencias de que sí los cobraron dichos miembros del partido. Paradójicamente, el fideicomiso se llamaba “Por los demás”. Morena es como un nuevo PRI (y con un apoyo popular semejante al que tuvo ese partido).
Pensemos en otro personaje estimado y protegido por López Obrador: Manuel Bartlett, actual titular de la Comisión Federal de Electricidad. Una investigación periodística demostró que, no obstante había declarado en 2019 un patrimonio total de 51 millones de pesos, Bartlett tenía una fortuna de ¡800 millones de pesos! tan sólo en bienes inmuebles distribuidos en veintitantas casas. Un señor que no se ha dedicado a otra cosa en su vida que a la política. El Presidente, una vez más, lo protegió a capa y espada.
Pensemos en los videos de los colaboradores de Layda Sansores, gobernadora de Campeche, en los que se les ve clavándose fajos de billetes. O el escándalo de la ministra que plagió, no una, sino dos tesis. O los escándalos del fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero. O los robos, desvíos e irregularidades que, parece chiste, ha habido al interior del Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado.
Los expriístas culpan al pasado, pero son los mismos reciclados. Nos escandalizamos con la “Casa Blanca” de Peña Nieto porque se la construyó uno de los contratistas de su gobierno. Pero lo mismo ocurrió con el conflicto de interés y tráfico de influencias de la “Casa Gris” del hijo del presidente, José Ramón López Beltrán, que vivió de a gratis en Houston en un caserón de un directivo de una empresa petrolera contratista del Gobierno mexicano.
O una semana después de que se revelara que el secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval, se dispensa a sí mismo vacaciones millonarias de lujo a nuestras costillas, pues resulta que el general secretario compró un departamento de lujo en el Fraccionamiento Bosque Real a una empresa contratista de la Sedena por un monto de 9 millones de pesos, aunque se descubrió que esos departamentos en realidad cuestan 30 millones de pesos. No cuesta trabajo pensar en lo sospechoso del asunto y los años que le hubiera tomado al secretario pagar esa cifra con su salario.
Quizás el caso que más me impresiona es el de los hijos de López Obrador, en especial, su hijo Andrés López Beltrán, de quien se ha demostrado, en recientes investigaciones periodísticas, que ha tejido una red de amigos cercanos que “repentinamente” se han convertido en grandes contratistas del Gobierno.
El nuevo aeropuerto de Texcoco se canceló por acusaciones de corrupción y de jugoso enriquecimiento de políticos, sin que uno solo haya sido investigado y procesado; pues bien, el desmantelamiento de ese aeropuerto sigue siendo un negocio. Así, por ejemplo, esa red de amigos obtuvo el contrato del proyecto que sustituirá el aeropuerto en ese terreno. Sus empresas simulan competencia y comparten socios y representantes legales.
Este contrato y muchos otros que han obtenido alcanzan una suma total de 100 millones de pesos. ¿Cree usted que esos jóvenes se habrían convertido en contratistas de proyectos tan importantes si López Obrador no hubiera ganado la presidencia? La respuesta es obvia: no. Se trata de una red de tráfico de influencias que usufructúa alguien por ser el hijo del Presidente. Y pensar que, en 2019, el Presidente envío cursi e hipócritamente una carta a sus colaboradores rechazando que cualquier miembro de su familia hiciera gestiones y negocios con el Gobierno en su beneficio o a favor de sus “recomendados”.
Creo que debo corregir: estos políticos no son iguales. Por su falsa aura de honestidad son peores. Pensemos en los videos de Bejarano, Imaz y Esquer. Los contratos Felipa Obrador, prima del Presidente. Los videos de Pío López Obrador y Martín López Obrador, hermanos del Presidente, recibiendo cientos de miles de pesos en efectivo.
Terminemos de una vez por todas con el mito de la honradez de AMLO: el dinero de sus hermanos era ilegal, derivado de la corrupción, y el propio Presidente admitió, el 21 de agosto de 2020, haber recibido ese dinero sucio de sus hermanos. A México le urge salir de esta dinámica populista en la que el Presidente miente y agrede con el fin de establecer una simpatía, una conexión emocional con los votantes hartos de la corrupción. Aunque el populista sea un fracaso en los resultados de lo que realmente importa, acusa hipócritamente sin considerar que él es parte del patrimonialismo que condena. (De El Sol de Mazartlán).
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