Sergio García Ramírez
Sufrimos la contienda emprendida por un poder de la República que dirige cargas implacables a los otros poderes. Es una aventura costosa y peligrosa para los contendientes y para México. En este insólito escenario me viene a la mente la estampa de ciertos caudillos históricos, devotos de la guerra. Espero que esta evocación no constituya un desvarío, agregado a los que caracterizan esta etapa tan sufrida en la vida de México.
Atila, rey de los hunos, figura con méritos propios en la relación de los caudillos que cimbraron la historia, a sangre y fuego. Como pocos, puso al mundo en pie de guerra. Era general consumado, pero nunca fue buen gobernante. Poseía el ímpetu de un jefe de muchedumbre, pero carecía de las dotes que le hubieran permitido construir un imperio. Hay una enorme diferencia entre blandir la espada e invocar la razón. Hemos pagado un alto precio por saberlo, ayer y ahora mismo.
Atila no era un estadista. Cuando se lanzó contra Roma se hallaba lejos de pretender la construcción de un nuevo imperio con instituciones poderosas y cultura propia. Empuñaba la espada, no la cordura. No tenía mejor propuesta que la conquista de territorios y la postración de sus opositores.
En sus planes, desplegados con saña y ambición imbatible, no figuraba un proyecto que ocupara con ventaja el lugar de Roma. Hombre de guerra, era incapaz de erigir, sobre las ruinas del pasado, la República del futuro.
Sin embargo, Atila exaltó a los hunos y derrotó a sucesivos adversarios. Aguerrido, reunió combatientes, incendió palacios y replegó a las viejas legiones. Sus contemporáneos lo reconocieron como hombre austero, portador de una misión divina. Se le denominó “azote de Dios” llamado a liquidar agravios. Jinete formidable, derrotó las defensas que procuraron contenerlo.
¿Por qué convoco a un caudillo legendario a estas páginas, tan distantes del tiempo y las razones —si las hubo— que animaron al “azote de Dios” y le dieron fuerza para someter a pueblos y monarcas? Hay motivos.
Han pasado más de mil quinientos años desde que la caballería de Atila devastó al imperio romano. Pese al tiempo corrido desde entonces y a las graves experiencias que documenta la historia, el genio y la misión de Atila no reposan. Parece que cada tiempo y cada nación tienen, en su turno, personajes que encarnan al caudillo que llevó el fuego a la pradera, demolió murallas y animó devastaciones.
En nuestra circunstancia, poblada de angustias y contradicciones, se reaniman con frecuencia la vocación y la pasión de Atila. Hay quien asume esa misión con furia renovada: destruir el trabajo de muchos años, minar los esfuerzos de generaciones laboriosas y ensombrecer las mejores expectativas.
Hemos visto al gobernante, que debe exaltar virtudes y merecimientos de sus compatriotas, lanzarse —y lanzar a su pueblo— a una contienda destructiva que mina instituciones y ofende a ciudadanos respetables.
Por ello he traído a estas páginas la evocación de Atila. Creo que la misión y el genio del rey de los hunos no reposan. Pero no faltarán quienes me reprochen por invocar personajes y experiencias que consideran ajenos a nuestra vida republicana.
Les pido me disculpen si he incurrido en un desvarío. Acaso ha sido por contagio de otros. Quise actuar con el debido respeto para mis conciudadanos e incluso para Atila, que sigue cabalgando.
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