Mariano Espinosa Rafful
El hombre que persigue dos conejos, no atrapa ninguno.
Confucio.
No estamos entrampados, ni seguimos siendo parte de una obra inconclusa en el anonimato de los desvaríos, desde la primer consciencia al habitar el planeta Tierra, en cuyas clases nos señalaban que es redondo y la gravedad hace que el agua, como nosotros, no seamos parte del universo de las estrellas.
De lo anterior bien aprendimos que somos materia, idealizamos el porvenir sin conocerlo, sin vislumbrarlo, sin meditar siquiera como los griegos o los romanos, damos cátedra lo mismo de béisbol que de política, de recetas para la decepción amorosa que también para salvaguardarnos de los toques insistentes en domingo muy temprano de quienes pregonan ilusiones ilegítimas.
Quienes tuvimos la oportunidad de haber disfrutado pedalear una bicicleta en la infancia de inocencias en un pueblo con polvo y bochorno diario, sabemos la brisa que golpeaba nuestro rostro desde la orilla del mar; por los cuatro costados de una Isla maravillosa y semipoblada en esos años; los sesentas, era la quietud de la sabiduría.
Hace algún tiempo, en la soledad de mis atardeceres sin presente, en las calamidades de la incertidumbre, en esos seis meses confrontados con interrogantes aún no respondidas, sin mediar explicaciones coherentes, abandonados en el sofá de un reducido espacio, cuestionado en mi interior y por supuesto en el exterior de mis alrededores, visualizar un poco más allá de ese horizonte futurista.
Hoy podemos estar en otro ámbito de las personas y las cosas, donde el trajín de los caminos, largos en distancia, por cierto, dan como resultante un cansancio que no habíamos logrado percibir en otros años, pueden ser la suma de esas acumulaciones o el letargo de un hastío por los deberes en las obligaciones con tintes de no retorno.
Leer y compartir experiencias desde los otros acompañamientos, donde el tiempo lo cuestionamos, lo atesoramos, lo medimos y hasta lo ignoramos sin querer, pasando por alto algunas veces los vencimientos inevitables, muchos de ellos desvelando los sueños inacabados.
Tenemos al pretérito que recién se ha ido, una inagotable fuente de esos placeres no confesados e historia individual que bien podríamos haber reconocido el domingo pasado, en familia, en corto, ante la mirada casi furtiva de mi hijo mayor, Fernando, quien me invitaba a descubrir juntos la historia de más que un número, más que una aventura, una similitud en casi todos los sentidos.
Las interrogantes llegaron sin bicicleta, con ese color verde que cambiaba de tonalidades en la infancia, con un pequeño taller en la inventiva natural de los pocos años junto a mi madre y padre, con una hermana que ha sido ejemplo desde siempre y un hermano menor que hace más falta que el agua en la regadera por las mañanas.
En el tecleo natural de las vivencias, en los nombres propios y apellidos sin apelativos, está el concurso de esos avatares, diezmados por la confrontación de los placeres de la carne, en la postrimería de un otoño por llegar sin alas ni viento a favor, con más canas que ganas, con más reticencias que dolores con color y sabor a río.
Somos mucho más que dos en las calles, solía escribir el poeta Benedetti en algún verso infinito en el recuerdo de la juventud, en esa tregua de insospechada felicidad torcida por la muerte, cegada por la pasión del pensamiento, pero sobre todo permisible ante lo mundano de la rutina.
No creemos que podamos estar jubilados del todo un día, pensarnos el día siguiente, la hora siguiente, la aparición o reaparición no augurada, nos lleva al encanto o desencanto para seguir leyendo, abrevando historias, palabras, frases, pero sobre todo conversaciones con autonomía y libertad, sin ataduras de lo ridículo de un freno innecesario por el qué dirán.
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