Antonio Ortuño
El mismo procedimiento electoral de Morena fue el que utilizó sexenio tras sexenio el sistema presidencialista emanado del PRI.
El proceso para seleccionar al candidato de Morena (es decir, el aspirante oficial) a las elecciones presidenciales de 2024 en México tiene fascinada, desde hace meses, a una parte sustancial de la clase política y de la opinión pública nacional. Dado que quien resulte designado partirá como claro favorito para ganar las votaciones y convertirse, así, en el sucesor de Andrés Manuel López Obrador, esta efervescencia parece justificada.
Los articulistas cercanos al oficialismo, por ejemplo, experimentan toda clase de espasmos de placer mientras elucubran si la “voluntad del pueblo” (es decir, la del Presidente) se inclinará hacia una u otra de las llamadas “corcholatas” y por qué motivos. En lo que todas esas entusiastas voces coinciden es que el hecho de que el Presidente se encargue personalmente de poner las reglas y dirigir el proceso de su sucesión es, de algún modo arcano, un gran logro democrático para el país.
Se olvidan, sin embargo, de que esa película nos es conocida de sobra. Porque ese mismo procedimiento, con unas pocas variantes atribuibles a la diferencia de épocas, fue el que utilizó sexenio tras sexenio el sistema presidencialista emanado del PRI. No hace falta empeñarse demasiado para reconocerlo. Aunque se obstine en decir que no es así (como se obstina, cada mañana, en combatir la realidad con sus dicharachos), el Presidente se las ha ingeniado para devolver la democracia mexicana al año del señor de 1987.
A ver si el escenario de ese tiempo les suena conocido. México. Finales de 1987. Un partido oficial con la mayoría de las gobernaturas en su poder, y el control de las Cámaras bien amarrado, designa media docena de precandidatos a la Presidencia para las elecciones que se celebrarán en 1988. Todos los nombrados son incondicionales del mandatario en funciones y, faltaba más, prominentes miembros del PRI.
Se promete que “las bases del partido” y el pueblo mexicano serán “auscultados” para que resulte elegido el candidato “más idóneo”. Los aspirantes hacen maroma y media y tratan de recabar todos los apoyos posibles y de ganarse la voluntad del “mero mero”, que en aquellos días es Miguel de la Madrid Hurtado. Los periodistas dan voz a rumores que favorecen a este o aquel. Al final, el Consejo Político Nacional, apoyado en sus “auscultaciones”, elige al “bueno”. Que resulta ser, cosa curiosa, Carlos Salinas de Gortari…
Hay, desde luego, inconformidades. Los fundadores de la Corriente Democrática del PRI, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, no han sido tomados en cuenta para la “grande” ni para candidatura alguna y deciden salir del partido. Cárdenas termina por aglutinar a su alrededor a una facción de la vieja guardia del PRI y a buena parte de la izquierda mexicana y levanta en meses una candidatura presidencial que a punto está de derrotar a Carlos Salinas y al PRI en las elecciones… Quizá algunos recuerden que el sistema de conteo de votos “se cayó” cuando Cárdenas encabezaba los conteos y que volvió a levantarse con Salinas ya a la cabeza. Un sistema, por cierto, operado por Manuel Bartlett, director de la Comisión Federal de Electricidad en el actual Gobierno.
Pues bien. Lo mismo que se puso en marcha en 1987 ha articulado Andrés Manuel López Obrador en 2023. Ha emitido una planilla de “corcholatas” como precandidatos y ha anunciado un sistema de encuestas para “auscultar” la voluntad de la militancia y del pueblo… Solo que, para evitar disidencias como aquella de Cárdenas, está promoviendo un acuerdo destinado a que todos los aspirantes tengan una “parte del pastel” y se mantengan, a cambio, obedientes y alineados.
Total: el método del Gran Elector de toda la vida, pero con un intento de blindaje añadido para que las cosas no se salgan del plan. Vino viejo y servido en odres viejísimos. Valiente democracia, la nuestra, a expensas de un solo voto. Y un solo dedo.
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