Alfonso Pérez Daza
Nunca sobra recordar por qué México debe ser un Estado de Derecho. El objetivo es que el Gobierno esté sujeto al Derecho y cuando el Gobierno ejerza el poder lo haga a través de las leyes. Esto, que se resume aparentemente con una fórmula simple, es el mayor reto que enfrenta el futuro de nuestro país.
La profesora en Filosofía y Derecho, Roberta Simões Nascimento, explica que uno de los objetivos del Derecho es precisamente justificar la coerción del Estado a partir de determinados valores morales. Consecuencia de lo primero es la idea de que el Derecho es el mecanismo de control social más legitimado y, mientras las leyes sean la pieza más importante en el juego del Derecho, hay que seguir invirtiendo en desarrollar una teoría preocupada en cómo justificar la corrección y justicia de las leyes aprobadas en los parlamentos.
El avance del Estado Constitucional supone una limitación del poder de los legisladores, que tienen que justificarse de forma más exigente. Si las leyes no pueden ser arbitrarias y deben tener objetivos (en especial, resolver problemas y colaborar a la transformación social), toca deliberar no sólo sobre los medios necesarios para alcanzarlos, sino también sobre los propios fines y valores, pues la forma y el contenido de las leyes deben estar a su servicio.
Recientemente legisladores federales plantearon la posibilidad de una reforma constitucional que tiene por objeto cambiar el método para elegir a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Asimismo, cuestionaron las facultades del Tribunal Constitucional de nuestro país de invalidar leyes y de entrometerse en el procedimiento legislativo.
El pasado mes, el máximo tribunal del país invalidó las reformas aprobadas por el Congreso de la Unión a las leyes de comunicación social y de responsabilidades administrativas propuestas por el Ejecutivo Federal, en virtud de que se violó el procedimiento legislativo, ya que no existió debate ni análisis por parte de los legisladores.
En respuesta, la Consejería Jurídica de la Presidencia de la República afirmó en un comunicado de prensa que “al tratarse de un poder derivado, sin legitimación popular, la Suprema Corte de Justicia de la Nación no debe restringir las atribuciones que la norma fundamental concede al Poder Legislativo para regular el trámite de elaboración de las normas, siempre y cuando sean resultado de la voluntad mayoritaria de los integrantes del Congreso de la Unión. De hacerlo, violará el principio de división de poderes y el equilibrio que debe existir entre estos”.
El planteamiento es muy claro. El Poder Legislativo se queja de que el Poder Judicial revisa sus facultades y limita su poder. Y, al respecto, busca hacer leyes que limiten al Poder Judicial y modifiquen su integración. Este debate político no debe ser ignorado por la sociedad mexicana, pues es de la mayor relevancia para el sistema de pesos y contrapesos en la división de los Poderes de la Unión.
Al margen de entrar en el fondo de esa disputa política, puedo llegar a una conclusión. La mejor garantía para los mexicanos, que estamos sujetos y obligados por las leyes, es que los legisladores siempre analicen y debatan los proyectos de ley antes de aprobarlos. Las razones y sus argumentos son la base moral de su legitimidad. La aprobación de leyes sin modificación de una coma, sin debate parlamentario, es un ejercicio arbitrario del poder.
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