Ignacio Morales Lechuga (*)
En lo que va de este sexenio, la vuelta al presidencialismo a ultranza se volvió una realidad mucho más tangible que la del ideal democrático de los últimos 30 años. La estructura de contrapesos que se había establecido con la intención de evitar la excesiva concentración de poder por parte del Ejecutivo ha sido destruida sistemáticamente.
Desde que se dio la transición democrática en el país, no había ocurrido el caso de que algún presidente contara con una mayoría suficiente para modificar la Constitución como ocurrió con López Obrador. Este poder le permitió demoler instituciones como el Seguro Popular, el Aeropuerto de Texcoco, los albergues de mujeres maltratadas, las estancias infantiles, las primarias de tiempo completo, y una muy larga lista de fondos y fideicomisos que atendían emergencias y necesidades de forma eficiente y descentralizada. Afortunadamente para los mexicanos, las elecciones intermedias le impidieron lanzarse contra los Organismos Constitucionales Autónomos y pusieron un freno al cataclismo político al que estábamos encaminados.
La constante búsqueda del Presidente por incrementar su poder personal pone de manifiesto el deseo de retornar a las antiguas prácticas presidencialistas y su pretensión de recuperar la robustez y obesidad estatales de antaño, no sólo en lo político, sino también en lo económico.
Si bien el modelo presidencial mexicano manifestaba severos rezagos en su diseño y arquitectura constitucional, estos se han incrementado con la actitud centralista y nugatoria de la Administración Pública del actual Presidente, que ha provocado la ineficiencia y falta de resultados en materias tan importantes como seguridad, salud y educación.
Revertir este cauce requiere, en primer lugar, cumplir la voluntad del constituyente de implementar un gobierno de coalición que, como está mandatado en la Constitución, incorpore a las minorías a las tareas de gobierno; en lugar de aplastarlas o de considerarlas enemigas o traidoras.
Aunado a ello es necesario un rediseño de la arquitectura jurídica y administrativa constitucional que delimite las competencias de la figura presidencial y determine qué funciones de gobierno puede concentrar y cuáles debe delegar a los secretarios, evitando que asuma aquellas que no le corresponden y delegue las que por fuerza requieren la presencia y atención del jefe de Estado.
Y finalmente, establecer sanciones reales que obliguen al Ejecutivo a ceñirse a su ámbito de competencia sin invadir facultades del gabinete y mucho menos del resto de los poderes, respetando la independencia y el equilibrio institucional que es el verdadero camino de la madurez democrática a la que como país debemos aspirar.
La única forma de blindar al Estado ante otro posible destructor de instituciones con aspiraciones dictatoriales, es implementar en la Constitución disposiciones jurídicas que sólo puedan cambiarse por el voto de una mayoría calificada de electores. En ellas debe reafirmarse el sufragio como manera legítima de ocupar cargos públicos y la independencia del órgano regulador; la división de poderes; la transparencia, el acceso a la información y la rendición de cuentas; la soberanía como un atributo esencial del electorado; la responsabilidad penal y civil de los que ocupen cargos públicos; el respeto al pacto federal; la invulnerabilidad de la libertad y de los derechos humanos frente al Estado; el Municipio libre; la garantía de seguridad, justicia, salud y educación como obligaciones del Estado; y el desarrollo económico y social a través de la participación del país en el concierto internacional, junto a naciones amigas que practiquen los mismos valores.
En nosotros está, a través nuestro voto y participación, la decisión de volver a las estructuras anquilosantes del pasado o perseverar hasta construir el camino a modelos democráticos modernos y eficientes que nos alejen como país del escenario populista y de oclocracia que tienen sumida a nuestra nación.
(*) Notario, exprocurador general de la República.
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