Catón
Ovonio le comentó a un amigo: “Mi esposa y yo tenemos un problema de mantenimiento en casa”. Quiso saber el otro: “¿Qué problema de mantenimiento es ese?”. Respondió Ovonio: “Mi suegro no nos quiere mantener”. Problemas graves de mantenimiento tienen el IMSS y Pemex, de ahí los accidentes que han sufrido: en el caso del Seguro, el elevador cuyo mal funcionamiento causó la muerte de una niña; en el de la empresa petrolera, los incendios de plataformas y otros siniestros que igualmente han sido causa de fatalidades. ¿A qué se deben esos sucesos que bien pudieron evitarse? Según algunas fuentes, con las que no me une parentesco alguno, la falta de mantenimiento en dichas instituciones públicas tiene su origen en la supresión de los presupuestos destinados a tal fin, el de mantenimiento, a efecto de aplicar tales recursos a las obras emblemáticas del régimen —Santa Lucía, Dos Bocas, el Tren Maya—, las cuales han absorbido cantidades ingentes de dinero sin que ninguna de ellas haya rendido hasta ahora resultados apreciables. Los fondos programados originalmente para cubrir los necesarios gastos de mantenimiento en esos y otros organismos se usan también ahora, según mis informantes, en hacer frente a los enormes gastos que traen consigo los programas de dádivas utilizados por el régimen para mantener su clientela electoral. Desmantelados así esos presupuestos, las instituciones ven cómo cada día sus instalaciones se van demeritando, al modo de una casa que amenaza ruina porque sus dueños no refuerzan los muros que se agrietan ni los techos a punto de venir al suelo… “La estatua de la duquesa Loretela caído se ha”, dice D’Annunzio en La fiaccola sotto il moggio, “La antorcha escondida”, al describir uno de esos paulatinos arruinamientos. Sanguinosa tragedia es la que cito, en la cual uno de los protagonistas perece decapitado cuando le cae al cuello la tapa de un enorme baúl a cuyo fondo se ha asomado. En ese drama yo hice el papel de “Sombra que pasa”, mi primera incursión en el gran mundo del teatro antes de mi ingreso al gran teatro del mundo. Advierto, sin embargo, que he empezado a divagar. Con alarma suspendo el comentario y doy salida a algunas inanes historietas. Don Cucurulo, sexagenario y célibe, señor de los de antes, invitó a merendar en su casa a la señorita Himenia, soltera que decía tener 39 años de edad. Y posiblemente era cierto, pues llevaba más de una década sosteniendo tal afirmación. Sentados ya a la mesa el anfitrión le preguntó a la visitante: “Amiga mía: ¿puedo ofrecerle alguna bebida espirituosa?”. Respondió Himenia: “No, porque se me sube”. “¡Señorita! —exclamó con ofendida dignidad don Cucurulo—. ¡Soy un caballero!”… Sabanina fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo de sus chismes, sus vanidades, sus envidias. El buen sacerdote había oído cosas acerca de la feligresa, de modo que procedió a interrogarla. “Dime, hija: ¿le eres fiel a tu marido?”. Respondió la penitente: “Casi siempre, señor cura”… Doña Anfisbena era bastante fea. Lo digo con mucha pena, pero me obliga el deber de narrador veraz. Cuando la señora salía de la ducha y se ponía sin ropa frente al espejo de cuerpo entero que había en el baño, el espejo se hacía a un lado para no tener que reflejarla. Pero bien dice el proverbio popular: “Nunca falta un roto para un descosido”. Sucedió que cierto día su marido, don Clotaldo, llegó al domicilio conyugal en hora desacostumbrada y sorprendió a la mujer en indebido ayuntamiento con un compadre de ambos. En tono lamentoso don Clotaldo le dijo al fornicario: “Compadre: yo tengo que hacer eso por obligación, pero ¿usted?”. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
La conversación de sobremesa después de la cena en la casa del Potrero se anima con una copita de mezcal para cada uno de los tertulianos. Basta un par de tragos del recio mezcal de la montaña para avivar los recuerdos y hacer que las palabras salgan libres.
Don Abundio narra:
—Rosa y yo éramos novios. Joven y fuerte yo, guapa ella, le preguntaba cada noche: “¿Cuándo?”. Me respondía siempre: “Cuando nos casemos”. Nos casamos. Y a partir de entonces ella era la que me preguntaba a cada rato: “¿Cuándo?”.
Reímos todos, y se mortifica doña Rosa. Dice apenada:
—Viejo hablador.
Don Abundio figura con índice y pulgar el signo de la cruz, se lo lleva a los labios y jura:
—Por ésta.
¡Hasta mañana!…
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