Mariano Espinosa Rafful
“…Sin amores era un árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma.”
Miguel de Cervantes
Hay momentos que nos imaginamos, que tal llegamos a soñar, hasta a discurrir del escenario de las cosas y las personas, algunas con nombre y apellidos; otras tantas sin rostro, sin tiempo, sin vanidades ni distancias, tan solo en la alegoría de los recuerdos.
En la temática de la actualidad nos quedan a deber quienes deciden, lo económico es tan fantasioso como los mismos números, que revolotean cual palomas en una plaza en domingo, en las pretensiones de los potentados, hacendados, aquel capitalismo de vestirse de realidad.
Y vaya que nos encontramos con las anécdotas de una felicidad contenida, en la historia de la juventud, donde el ejemplo, el bueno y el sabio, permeó en la familia, haciéndonos distintos a los demás, con una identidad propia, sin matices ni dobleces, en la claridad de los mejores colores.
Descubrir la brisa del mar desde pequeño, saber a qué sabe un sorbo de agua salada en un chapuzón, fue parte de los aprendizajes al nadar en el Golfo de México, en la parte norte de una Isla llamada Carmen, como mi hermana mayor.
En esas convivencias, coincidencias e invitaciones a un banquete de frases, palabras, pero sobre todo enseñanzas sin vuelta de hoja, llegamos ahora, quizá a destiempo, a conclusiones de pérdidas de horas maravillosas, que nunca más volverán.
Los olores de la vida cada fin de semana son diferentes, pero todos a la vez saben a gloria, a destino cierto, pensándonos ese mañana que será interminable, sábados y domingos de extrañar lo que ahora es recurrente, la charla afable, la risa coloquial, el chascarrillo fuera de lugar y esas palabras que salen a relucir sin quererlo y desde somos corregidos inmediatamente.
Han sido meses de contrastes, de estar bien y de no estar, de aspirar a trabajar, a dar resultados, a emprender ese camino de la bondad en el servicio público, para retirarnos un día lejano, a la tranquilidad de la escritura no como asignatura, sino como hasta hoy como hace más de dieciocho años, por voluntad propia y con la libertad de los vientos desde los cuatro puntos cardinales.
Han sido semanas de tejer en el alambre de las fatalidades, de las ausencias para siempre, de las enfermedades cercanas, de las preocupaciones escolares, pero sobre todo del suspenso en el hacer del quehacer público, donde no siempre la valoración tiene concordancia con lo que pretendemos.
Han sido días de ir de un lado a otro, de conocer lo desconocido, de sabernos parte de lo intangible, de ser tomados en cuenta sin darnos cuenta, porque existimos en un mundo muy pequeño, que quisiéramos ensanchar pero no cabemos todos.
Han sido horas de inolvidables miradas, sentimientos con seres muy queridos que nos traen imágenes de más de cincuenta años, y contamos en el anecdotario, los primos, los estudios, las titulaciones, las donaciones de todo y de nada a la vez, y hasta lo más sobresaliente del ingeniero.
Ha sido, al final de este fin de semana pequeño, muy pequeño, sin diminutivos en las palabras y las letras, ir en la compañía de mi adorada Mariana, que sigue sumando treguas compartidas, despedidas sin final, siempre más luces que sombras, siempre más coincidencias; siempre los atardeceres contienen un significado importante; en la contención de la inevitable nostalgia que logrará aparecer en octubre.
Somos parte de generaciones que se complementan, donde hay espacio hasta para la música, y donde quedan de lado, afortunadamente las malas noticias, que siempre son más que las otras, pero no les damos lugar en nuestro breve espacio de atención.
Una tarde de un fin de semana de agosto, que marca un antes y un después en la historia de nuestras vidas, antes de teclear logramos divisar claramente el paso siguiente.
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