Rosario Robles (*)
La desaparición de Dante, Diego, Jaime, Roberto y Uriel en Lagos de Moreno, y las imágenes dantescas que después se dieron a conocer dónde son obligados a matarse entre ellos, han conmovido a México entero, lo han llenado de dolor, vestido de luto, y generado una indignación que parecía dormida, paralizada por el miedo que recorre los rincones del país por la presencia y control cada vez mayor del crimen organizado.
Los Altos de Jalisco se ubican en un cuarto lugar en el total de personas desaparecidas en ese Estado, que desde hace tiempo sufre esta lacerante angustia por el temor a que las y los jóvenes no regresen vivos a sus casas. Ya se ha contado hasta el cansancio la historia de estos cinco chicos que eran amigos desde la infancia y cuyo único delito fue salir a divertirse.
Su caso demuestra rotundamente que las calles ya no nos pertenecen y que la estrategia de seguridad sigue siendo un fracaso, tanto en el ámbito federal como el estatal.
Jalisco ocupa un poco honroso segundo lugar con mayor número de personas desaparecidas y no localizadas y Lagos de Moreno es uno de los tres Municipios conocidos como el triángulo del terror. En la región denominada Los Altos de Jalisco más de mil 500 personas aparecen en este listado, lo que sólo confirma que en esa entidad parece ya normal que hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, se esfumen como fantasmas y sus familias caigan en una espiral de dolor y búsqueda incansable, en muchos casos sin ningún apoyo de la autoridad.
Tuvo que llegar esta tragedia y sobre todo la exhibición de la brutalidad con la que estos jóvenes fueron obligados a mutilarse y acabar con sus vidas, para que nuestro país despertara con una sensación de vacío, de orfandad, de miedo, de un dolor que rompe el corazón, acompañando el calvario de sus padres y madres, y pensando que en un país donde el crimen organizado hace de las suyas, nuestra familia no está exenta de ese suplicio.
Pero fue mayor el sentimiento de abandono cuando se conoció la reacción del Presidente, del encargado de velar por nuestra seguridad, del que durante años retó y exigió hasta renuncias a los que le antecedieron por situaciones semejantes y que, en lugar de dolerse, de condoler a los familiares de estos jóvenes, no dedicó una sola palabra a la tragedia, al horror, al desamparo en el que nos encontramos, más allá de si oyó o no las preguntas insistentes de los únicos reporteros de a deveras que están en la mañanera.
Y después para justificar su inacción, culpó a los otros, acusó recibo y amagó con un despótico tufo, insensible y cruel frente al dolor de tantos mexicanos. Y quienes desde el lado oficial aspiran a sucederlo ni una mención, aunque sí desde el frente opositor que condenó los hechos. Pero hace falta algo más que las palabras. Por lo pronto yo me refugio en las del poeta mexiquense, Alfonso Sánchez Arteche…
“Ésta la que nos queda, no es ya la patria prometida. La de piedras con alma y paisajes que cortan el aliento. La patria madre por la que nos dijeron que valía la pena matar o morir. La que el dedo de Dios escrituró como destino. Aquella patria suave nos ha dejado huérfanos…” Y sí, así nos sentimos, en el desamparo. Esto tiene que cambiar.
(*) Política mexicana y feminista.
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