Catón
¿A dónde irá el viajero que no mire un prodigio? Anota en su libreta lo que ve, a fin de no olvidar lo visto. Pasan los años, y en las horas vacías el antiguo peregrino saca esas libretas en su casa. Las hojea, y al ojearlas le llegan recuerdos que más parecen de sueños que de viajes. Lo que hoy narraré es uno de esos recuerdos. O uno de esos sueños, no sé. Con el tiempo acabamos por no distinguir entre el sueño y el recuerdo. Compartiré hoy contigo el recuerdo de ese sueño, o el sueño de ese recuerdo. Este pueblo español se llama Naves. Padrón de Naves. El historiador local, que es profesor y se parece a don Jacinto Benavente, dice que se debe pronunciar “Navés”. “¿Por qué decir ‘Naves’ —arguye—, si el mar está a 100 leguas de aquí? Es Navés”. Naves —Navés— se encuentra en la montaña. Decir montaña es decir Asturias, es decir “Peñas arriba” por don José María de Pereda. ¿Cuántos habitantes tiene Padrón de Naves? Cuando el juglar estuvo ahí —de esto hace medio siglo— tenía mil 500. Ahora quizá tenga menos, pues la comarca se ha ido despoblando por la emigración. A lo mejor ya ni existe ese pueblo. La patrona del lugar es, o era, Nuestra Señora de la Leche. Yo he visto en algún convento mexicano la imagen de esa Virgen. En el cuadro —insólita pintura— María oprime uno de sus divinos senos, descubierto, y de él sale un chorro de leche como un reguero de pequeñísimas estrellas que van a dar a la boca abierta de un boquiabierto santo que ignoro qué santo sea. San Bernardo de Claraval, San Agustín; no sé. El Niño, en brazos de su Madre, sonríe al ver aquello. Algún mariólogo conocerá la historia de esa advocación. Pues bien: en Padrón hay —¿había?– un festival que llaman “de la Leche”. Tiene raíces medievales esa fiesta; viene de tiempo inmemorial. Lo peculiar de esa celebración es que sólo la gente del pueblo puede asistir a ella: ningún visitante es admitido. Uno que cierta vez quiso acercarse recibió tal paliza que lo dejó sin ganas de volver. Se explica tal reserva: en la fiesta se trata de escoger a la doncella que, según indicios conocidos por las matronas del lugar, será la mejor lactante cuando se case y sea madre o se contrate de nodriza. Acuden todas las jóvenes que ese año han llegado a los 18, y desfilan ante los vecinos —mujeres, hombres, niños— con los senos al aire. Un jurado que forman las mujeres de más edad y de mayor sapiencia las examina; las sinodales miran y palpan los expuestos bustos, deliberan, y al fin atribuyen el premio a la que juzgan con más potencial lácteo. Rara vez gana la más tetona (con perdón sea dicho), pues no siempre el tamaño del envase corresponde al posible contenido. No hay premio para la ganadora, sólo la expectativa de conseguir marido con más facilidad. A los varones se les permite ver, pero no tocar. Eso está prohibidísimo, lo mismo que cualquier expresión irrespetuosa. A fin de prevenir un desacato se pone siempre al frente, a modo de advertencia silenciosa, un frasco de vidrio que el resto del año permanece oculto en una caja custodiada por el concejo municipal. Contiene ese frasco un líquido amarillento en el cual flota un trozo de algo informe y blanquecino. ¿Qué es eso? Son los testículos de un hombre que, ebrio, se atrevió a manosear los senos de una de las mozas. El pueblo, enfurecido, le aplicó el bárbaro castigo de la mutilación, y la reliquia, guardada celosamente, sale a la luz cada año como eficaz admonición. El viajero tomó estas notas de una de las libretas que guarda en su cajón. En esas libretas, lo dijo al comenzar, hay recuerdos que más parecen de sueños —de muy extraños sueños— que de viajes. FIN.
Manganitas
AFA
“…Un hombre fue a Las Vegas en un vehículo de un millón de pesos y regresó en uno de 10 millones.”.
Pasó en un decir Jesús,
y en solamente una noche:
a Las Vegas fue en su coche,
y regresó en autobús.
“… En el restorán ‘El Mayor’ entregó AMLO
el bastón de mando a Claudia Sheinbaum…”.
Por más que fue en “El Mayor”
la entrega de ese bastón,
la desorganización
la volvió asunto menor.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
—Voy a abrir la ventana para que entre la gracia de Dios.
La abuela apartaba las cortinas y abría las cuatro hojas del grande ventanal. Toda la luz del mundo y todo el aire se precipitaban al mismo tiempo y llenaban el aposento con su frescura y claridad.
Empezaba un nuevo día del Señor. Sus criaturas salían a la mañana: los hombres que iban a la labor; las mujeres que llevaban al molino el nixtamal; los niños que caminaban —no muy aprisa— hacia la escuela. Se oía el cacareo de las gallinas; el mugir de la vaca mora, que antier había parido; el balido de las cabras que el pastor llevaba al cercano agostadero. De la cocina llegaban aromas de café recién hecho y de tortillas de harina acabaditas de salir del comal.
Hoy sé que aquello era el paraíso. Entonces no lo sabía. ¿Qué puede saber un niño?
Al paso de los años fue mi esposa, mi eterna novia, quien descorría las cortinas y abría los postigos del ventanal para que entrara la gracia de Dios. La vida seguía cantando su canción, y desde la cocina llegaban los mismos aromas del ayer.
Eso era el paraíso, pero yo no lo sabía. ¿Qué puede saber un viejo?
¡Hasta mañana!…
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