Homero Bazán
Aunque el “nada vanidoso” Porfirio Díaz fue el que estableció la costumbre de colgar su imagen en las oficinas de su grupo cercano de buitres, sería con el presidente Plutarco Elías Calles que se oficializaría aquel simbólico besamanos gráfico, y todo funcionario agradecido de su hueso mostraba su lealtad hacia el mandatario en turno, colocando su fotografía en la pared, sin importar qué tan fea estuviese su carota y qué tan grande le quedara la banda presidencial.
Lo malo es que, con el paso de los sexenios, aquella insana tradición de mostrar la imagen del titiritero mayor en cada despacho de las dependencias públicas se extendió hasta al asistente del secretario del subdirector y, poco a poco, la lista de oficinas que recibían centenares de fotos oficiales durante el inicio del sexenio se fue engrosando, hasta alcanzar dentro de los presupuestos una cifra que para muchos resultaba escandalosa y que para otros rebasaba la grosería.
Aún con la cortina de censura que existía en el faraónico México de los años 60, un astuto reportero que escribió un artículo sobre un incipiente programa de actividades recreativas dirigidas a discapacitados de la Ciudad de México comparó cómo los fondos destinados a la iniciativa eran menores a lo que el Gobierno gastaba en dotar de imágenes del presidente a las diversas instancias.
Aquel inocente parrafito encendería la curiosidad de otros periodistas, quienes en las semanas siguientes investigaron sobre cuánto era el presupuesto asignado para aquel chistecito de las imágenes, quiénes eran los encargados de contratar al fotógrafo, imprimir, enmarcar, distribuir, etcétera.
Pronto se supo (vía el filtro acomodaticio de la oficina de comunicación social en turno) que tan sólo para el Distrito Federal, sin contar a las oficinas de menor jerarquía, se destinaba para las fotos oficiales un presupuesto de 40 mil pesos (unos 400 mil de ahora), cifra que supuestamente era mucho menor, porque se aprovechaban los marcos, los cristales y la infraestructura de laboratorios e impresión de las administraciones pasadas. Incluso en una breve declaración de banqueta, un vocero oficial afirmó que no podía considerarse como derroche el fomentar el respeto por la investidura presidencial, pues era un “símbolo de la unión de las instituciones por servir a los mismos ideales”.
No obstante, pronto salieron a relucir los cálculos incómodos, y se supo que si se añadían los costos de las fotografías enviadas a oficinas de menor rango, e incluso el presupuesto destinado en los diversos Estados de la República, al mismo chistecito (y donde ya proliferaba la costumbre de acompañar la imagen del presidente junto con otra del gobernador en turno), el derroche a nivel nacional era comparado con mantener un pequeño programa social.
Con la llegada del presidente Díaz Ordaz, el tema fue acallado por la mano dura prevaleciente hacia la prensa, más entre las contadas críticas disfrazadas de flashazos informativos, muchos recuerdan la imagen de docenas de fotos oficiales enmarcadas del expresidente Adolfo López Mateos, colocadas en cajones de basura, afuera de una dependencia gubernamental.
Otros fotorreporteros buscaron también su versión de la nota, y consiguieron curiosas imágenes de fotos del mandatario, rescatadas de los depósitos, acompañando las imágenes de bodas y bautizos, dentro de las casas de lámina y cartón de un tiradero de la periferia de la ciudad, e incluso acompañando a vagabundos, cual oráculos omnipresentes, en sus solitarias noches a la intemperie.
Aquello dio al traste con la versión de que se reutilizaban los marcos y otros aditamentos para sostener esta tradición oficial, y fue evidente que, aunque adornadas con pintura de oro y cubiertas con las más finas pieles y cristales, aquellas fotos estaban destinadas a terminar en los tiraderos del olvido, y a ser reemplazadas cada seis años con el dinero de nuestros impuestos.
Por supuesto, algunos funcionarios recibieron jalones de orejas por andar tirando la basura gubernamental a plena vista de los indiscretos, y en lo sucesivo, igual que esos misterios relativos al destino de las golondrinas, nadie supo (salvo aquellas apartadas para los libros de texto) a dónde iban a parar las cientos, y quizá miles, de fotos de los expresidentes.
Twitter: @homerobazan40
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