Catón
La peor herencia que López Obrador entregará a la próxima Presidenta de México no será la enorme deuda pública, ni la criminalidad creciente y el dominio de los cárteles de la droga sobre vastas extensiones del territorio nacional a causa de la torpe política de “abrazos, no balazos”, ni el desmantelamiento de las instituciones, ni la ruina del sistema de salud, ni el deterioro de la educación pública, ni el pésimo estado de la administración, ni el ámbito de ilegalidad y desprecio del orden jurídico que se ha instaurado en el país, ni los barriles sin fondo que son ya desde ahora sus elefantes blancos —el AIFA, Dos Bocas y el Tren Maya—, ni las malas relaciones con Estados Unidos, ni la onerosa carga de las dádivas que recibe la clientela electoral del régimen. El legado más nefasto que AMLO dejará a quien lo suceda será el militarismo. A la manera de los dictadores habidos en América Latina, López se ha asegurado el apoyo de las Fuerzas Armadas prodigándoles regalos de todo orden, llenándolas de privilegios y prebendas, poniéndolas en el camino del dinero y —lo más grave— de la ambición de poder por encima de la institucionalidad que les fija la Constitución. De esa manera el hombre que se va no se va del todo: mantiene una espada de Damocles sobre la cabeza de quien ocupará después la Presidencia. Limitará su acción, evitará cualquier procedimiento en su contra y así perpetuará su poder. Imposible será para quien venga después de AMLO quitarle al Ejército y a la Marina lo que él les entregó. La amenaza se cernerá permanentemente sobre su sucesora. No pretendo vaticinar catástrofes. A los profetas les suele suceder la desgracia de ver cumplidas sus profecías. Sólo diré que México no está vacunado ni contra el Covid ni contra el golpe de Estado. ¿Acaso necesito decir más?… “¡Éjele!” es una interjección popular que expresa burla, incredulidad o ironía. Un orador de pueblo dijo, campanudo: “Hago mías las palabras de Hegel.”, y pronunció ese nombre tal como lo había visto escrito: “égel”. Un chocarrero le gritó: “¡Éjele!”… A cierto lugarejo llegó una carpa de espectáculos que ofrecía la actuación de Tama Riha, sensual bailarina de oriente, quien interpretaría para el culto y exigente público local la Danza de los Siete Velos. El empresario hizo correr la voz de que la artista iría arrojando los tales velos, uno a uno hasta quedar por completo al natural. Tal rumor hizo que la carpa se llenara a su máxima capacidad de una clientela de morbosos másculos que aguardaban con ansiedad la aparición de la exótica mujer. Desfilaron uno tras otro los demás artistas: Pita Cocha, la reina de la canción vernácula; el trío Los Canchanchanes, voces y guitarras que se hablan de tú con el amor; el ventrílocuo don Chamo y su muñeco Cascarito, etcétera. Apareció por fin el empresario y anunció en tono magnílocuo: “Señoras y señores”. (Entre la concurrencia no había ninguna señora). “Ha llegado el momento por todos esperado. Esta empresa se enorgullece en presentar a ustedes, venida directamente desde Bali, a la gran artista de fama internacional Tama Riha, que bailará para ustedes la Danza de los Siete Velos”. Salió a escena una mujer envuelta en telas de colores que no alcanzaban a disimular sus abundosas carnes y que saludó desmañadamente al público juntando las manos y haciendo una profunda reverencia. De entre las filas se escuchó una voz de hombre: “¡´Ejele! ¡Es la Pitancha, la del congal de doña Zira!”. No se turbó el maestro de ceremonias. Dijo: “Independientemente de esa cuestión sin importancia nuestra artista bailará para ustedes la Danza de los Siete Velos”. FIN.
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Sir Galahad montó en su brioso corcel y se dispuso a salir de su castillo al frente de sus hombres para marchar a la Cruzada. El Papa había convocado a todos los príncipes cristianos a ir a oriente a rescatar el Santo Sepulcro, que estaba en poder de los infieles.
El señor tenía plena confianza en su esposa Guinivére, pero por sí o por no hizo que el herrero del pueblo le colocara un cinturón de castidad. Así la integridad de la dama estaría doblemente protegida: por su virtud y por los hierros del fuerte cinturón.
Antes de dar la orden de partida sir Galahad llamó a su mejor amigo, sir Basil, y le dijo:
—Amigo mío: he aquí que voy a Tierra Santa a combatir por nuestra fe. A ti, en quien confío más que en nadie, entrego la llave del cinturón de castidad de mi mujer.
Dicho lo cual el noble caballero emprendió el camino con sus tropas.
No había cabalgado ni una legua cuando a todo galope lo alcanzó sir Basil y le dijo:
—No es la llave.
¡Hasta mañana!…
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