Catón
El enamorado novio de Glafira, la hija de don Poseidón, le pidió la mano de la chica al severo genitor. Preguntó el viejo: “¿Cuánto gana usted al mes?”. “3 mil 500 pesos” —respondió el mozalbete. “¡Uh! —se burló don Poseidón, despreciativo—. Con eso no le alcanza ni para comprarle el papel higiénico a mi hija. Olvídese de ella, retírese y no vuelva a poner los pies en esta casa ni las manos en Glafira”. El áspero réspice le dolió a Gerineldo —así se llamaba el pretendiente— hasta el fondo del alma, e hizo nacer en él oscuros sentimientos. Al salir pasó junto a Glafira y le dijo entre dientes con hosco acento de rencor: “¡Cagona!”… No le ponemos atención al Sol sino cuando se eclipsa. Igualmente nos atrae más la decadencia o fracaso de algún prójimo que su éxito o elevación. El buen Padre Ripalda definía la envidia como “tristeza por el bien ajeno”. Así es la naturaleza humana: muy poco humana y ya con pocos restos de lo natural. Admito que nadie debería preceder un cuento sin sustancia con una reflexión supuestamente filosófica, pero es una misma cosa el pensar con el ser, y la filosofía le es tan propia al hombre, aunque no se percate de ello, como las reumas o el dolor de muelas. El caso es que Babalucas anunció su propósito de viajar en un cohete espacial para llegar al Sol. “Pendejo —le dijeron sus amigos—. Te quemarías”. Los corrigió el badulaque: “Iré de noche”… Los pioneros que en sus carretas con toldo hacían el largo y peligroso viaje hacia el Oeste americano formaron en círculo sus carros para pasar la noche protegidos. Territorio de indios era aquél en el cual se encontraban. De hecho todo era territorio de indios hasta que los recién llegados los aniquilaron, a diferencia de lo que hicieron los españoles en las tierras que conquistaron en el nuevo mundo. Ellos se fundieron con la población nativa, y dieron así origen a un rico mestizaje del cual nosotros los mexicanos somos parte, aunque algunos bausanes no lo reconozcan y renieguen de la Madre Patria que nos dio lengua y nos incorporó a la cultura occidental. Perdimos mucho de la sabiduría ancestral de nuestros ancestros aborígenes, es cierto, pero ganamos a Sócrates, Platón y Aristóteles; a Horacio y a Virgilio, a San Agustín y Dante. Y sobre todo a Cristo. Pero advierto que me estoy perdiendo en digresiones que nada tienen que ver con el relato. Vuelvo a él. Se disponían los colonos a pasar la noche cuando empezaron a sonar, no lejos, los tambores de guerra de los pieles rojas, en este caso pertenecientes a la tribu de los Pies Negros, así llamados por la escasez de agua en sus confines. Oyó el ominoso ruido el guía de la caravana y le dijo, preocupado, al jefe del grupo: “No me gusta nada el sonido de esos tambores”. Se oyó una voz desde el lado de los indios: “No es nuestro baterista titular”. El cuento que a continuación sigue no es para ser leído por personas virtuosas: el oro luce, la virtud reluce… Pepito elaboró una mixtura con el juego de química que su papá le regaló por haber terminado la primaria. Accidentalmente derramó un poco del líquido en el césped del jardín y observó, curioso, que las hojas que se mojaron crecieron de inmediato unos centímetros. Le comunicó el descubrimiento a su papá, y el señor comprobó el efecto que la extraña mixtión tenía en la yerba. “Regálame una cuantas gotas de esa agüita” —le pidió al chiquillo. Y así diciendo entró en la casa. Una hora después reapareció mostrando un inusual orgullo, con una gran sonrisa en los labios y varios billetes de 500 pesos en la mano. “Son para ti” —le dijo a Pepito. Objetó éste: “El líquido te lo regalé”. Aclaró el señor: “Este dinero te lo envía tu mamá”. FIN.
Vista corta
Mirador: Historias de la creación del mundo
Armando Fuentes Aguirre
El Señor y el Espíritu charlaban.
Dijo el Señor:
—Antiguamente los hombres se espantaban cuando había eclipse de Sol. Creían que el mundo se acababa; pensaban que me había acabado yo. Ahora nada de lo que yo hago les asusta: ni el fragor del trueno, ni el rayo de la tempestad, ni la luz luciferina del relámpago, ni las furias del mar o los volcanes, ni los cometas que aparecen en el cielo. A nada ya le temen. A todo le encuentran explicación científica.
Habló el Espíritu, y en sus palabras había pesadumbre:
—Señor: lo malo no es que a los hombres no les asuste lo que haces tú. Lo malo es que no les asusta lo que hacen ellos.
¡Hasta mañana!…
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