Catón
Dulcibella estaba en vísperas de casarse con Pitarro. Antes del desposorio quiso hacer un viaje con sus amigas para despedir su soltería. El enamorado galán se entristeció, pero su dulcinea le dijo: “Mi ausencia será corta”. Manifestó Pitarro: “En esos días se me va a hacer más larga”. “Mejor que mejor” —se alegró Dulcibella. (No le entendí)… En la cumbre de la montaña no hay ateos. Triscaidecasilábica es la frase, o sea de trece sílabas, y además altílocua, o sea rimbombante. También es mentirosa, pues ateos los hay en todas las alturas. Yo admiro su valerosa soledad, y la respeto. Allá cada uno con su religión. Pero en la cima de un monte, más cerca del cielo que en las bajuras de la tierra, he sentido un espíritu que no late en las calles de la ciudad con su tráfago y su tráfico. Las montañas son como altares que a sí mismo se hizo ese misterio al que llamamos Dios. El hombre escucha la voz de las cumbres, y anhela llegar a ellas. En una gira por Estados Unidos, donde el pragmatismo impera, alguien le preguntó a George Mallory por qué tenía que escalar el Everest. Respondió con laconismo el alpinista inglés: “Porque está ahí”. Igual sucede con las altas sierras que rodean al valle donde vi la luz primera y donde espero mirar la última. Ahí están. “La ciudad de las montañas azules”, llamó a Saltillo mi inolvidable amigo Onésimo Flores Rodríguez, quien hizo un bello libro para describirlas. Yo las subí todas en tiempos de la lejana juventud, tan cercana ahora en el recuerdo. Alcancé la cima del Picacho, la más elevada elevación de la sierra de Zapalinamé, nombrada con el nombre del caudillo de aquellos “bravos bárbaros gallardos”, los indios aborígenes, que se acabaron pero no se rindieron. Pasé noches memorables en esas cumbres donde parece que puedes tocar la Vía Láctea con la mano. Estuve en Los Aguajes, un claro en la meseta, y vi una manada de caballos salvajes bebiendo en la pequeña laguna que ahí se forma con las lluvias. Entré a lo más profundo del cañón de San Lorenzo, donde moraban el venado, el jabalí, el puma, el oso, y miré “el relámpago verde de los loros” que dijo López Velarde en su poema. Con eso quiero significar que fui lo que ahora se llama “senderista”, y que antes era “excursionista”. Por eso me entristece saber que quienes caminan por las veredas que rodean al Nevado de Toluca son víctimas de bandas de asaltantes que los roban, los extorsionan y aun los secuestran, pues esos sitios son feudo de talamontes cuya ilegal actividad da origen a tales atentados. Es una pena que los senderistas, mujeres y hombres, no puedan practicar su bello deporte en condiciones de seguridad. Las autoridades, que deberían tener la palabra, tienen el silencio… Don Usurino se hallaba en el lecho de su última agonía. Con feble voz le pidió a su único hijo: “Abre el cajón de mi buró. Ahí verás un reloj de bolsillo con cadena de oro. Dámelo”. Obedeció el muchacho, y puso el tal reloj en manos de su padre. Habló el moribundo: “Este reloj perteneció a tu bisabuelo, que se lo heredó a tu abuelo, y él a mí”. “Sí, papa” —se emocionó el muchacho. Dijo entonces don Usurino: “Te lo vendo”… Comentaba la linda Susiflor: “Siempre me acuesto a las 11 de la noche. Así puedo estar en mi casa antes de la una de la mañana”. FIN.
Posdata. A mis cuatro lectores en Guadalajara y ciudades vecinas. Mañana domingo a las 12 horas, en el Salón 7, planta alta, de la FIL, presentaré mi más reciente libro, “México en mí”, con divertidas anécdotas y aventuras picarescas de mis viajes por todo nuestro maravilloso país. Nos encontraremos y nos tomaremos una foto. ¡Ahí te espero!
Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Santa Malina no es santa.
Las gentes de los pueblos comarcanos, sin embargo, la veneran como tal, y en la fecha de su nacimiento —no de su muerte— organizan procesiones y hacen festejos en su honor.
Ninguno de los hagiógrafos la cita. No aparece en la Leyenda Dorada, ni en el profuso santoral de Butler, ni en los dos tomos del Año Cristiano que escribió fray Justo Pérez de Urbel.
Su historia es algo oscura. Al parecer dejó el mundo para vivir en una cueva donde hacía penitencia por sus pecados. Ahí la visitó un doncel que dijo ser el ángel del Señor, y le pidió que yaciera con él. Malina lo rechazó, y el ángel del Señor se retiró, mohíno. Días después llegó otro mancebo, y a él sí le abrió Malina todas las puertas de su cuerpo. Declararía después:
—Sé que a éste lo envió el diablo, pero estaba más guapo que aquél que mandó Dios.
Hoy es el día de Santa Malina, que no es santa. Aquí no se le recuerda. La recuerdo yo.
¡Hasta mañana!…
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