Tribuna Campeche

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Manuel Gantús Castro

De los campechanos

Cuando empezaron a llegar los campechanos a estudiar medicina al puerto de la Vera Cruz, sólo habíamos tres, Antonio de la Peña, Jorge Luis Aznar Cu y el que esto escribe. Fuimos los primeros, cuando menos cuatro años antes.
A partir de la convivencia con ellos, escuché por primera vez que algún paisano se expresara negativamente de nuestra ciudad, nuestro Shangri-la, y sus habitantes.
Algo que me impresionó y sigue presente, fue escuchar la “explicación” de porqué no regresarían, y el motivo aducido principalmente, fue que en Campeche no los reconocerían como doctores, los seguirían llamando por sus apodos… La mayoría, si no todos, eran de los barrios y de extracción humilde.
Todos eran amigos desde la infancia, por lo que tal “razonamiento” para mí era muy difícil de aceptar, sobre todo porque respecto a los apodos, desde siempre los he tenido, especialmente los referentes a mi ascendencia sirio libanesa, y que jamás significaron ofensa; es más, aún actualmente no falta uno que otro despistado que me diga turco y especialmente gordito, que no entiendo porqué.
Pasan los años, concluyo mi preparación profesional y aquella queja de cuando estaba en Veracruz sólo de vez en cuando la escuchaba, precisamente del único casi campechano (porque nació en Mérida pero vivió y murió en Campeche), que echaba pestes de nuestro terruño y aseguraba que jamás volvería a este pinche lugar… pero sí volvió.
Ya en Campechito, mis cuates me hablaban sin necesariamente referirse a mi profesión, y sin problema alguno. Empezaron a llegar a trabajar y vivir aquí diferentes ciudadanos de varios Estados y algunos de ellos se quejaban respecto a las carencias en servicios y otras babosadas de entonces; cuando me hartaban, simplemente les preguntaba por qué estaban aquí y ante su descontento los invitaba a regresarse a sus tierrucas… y ahí terminaba la discusión.
Respecto a los señalamientos de la autodenigración, es bastante común, generalmente son sujetos con complejos de inferioridad bien arraigados en el subconsciente y hasta con rasgos sádico masoquistas, y sus alegatos son tan pueriles que no se pueden sostener.
Respecto “al desapego de las generaciones actuales con nuestra tierra”, siempre ha existido y en este caso cuentan mucho las oportunidades de empleo, mismas que siguen sin aumentar.
Esos que desvalorizan y despotrican siempre lo habrán, así como otros que apreciarán nuestros valores.
Ahora bien, “apoyar de buena fe esa postura” refiriéndose al invento político de la “campechanía o/y  campechanidad”, no creo que sirva más de lo que ya sirve: discursos vacíos, orgullo falsificado, recuerdos increíbles del “buen trato” que se le daba al “servicio”, léase criadas, trajes folclóricos lejos de la realidad, y para concluir, el desfile con trajes de lujo y prendas, bailando lo que nunca habían bailado, con sudor orgullosamente de la campechanía.
Sin crear oportunidades de trabajo con salarios bien remunerados; sin gobiernos que se preocupen por incentivar el progreso y cuiden la hacienda, la campechanía no dejará de ser, lo que es, un simple decreto para fines políticos y nada más.
Quedémonos con el gentilicio convertido en adjetivo y no olvidemos que “la maravilla de Campeche está en la diversidad, la suma de lo dispar y lo disperso en una identidad propia que no se opone a ninguna otra, porque la diferencia ajena la enriquece en vez de amenazarla.
“Un camino de salvación sería que todos se empeñaran en ser, en el sentido que define el Diccionario, campechanos” (José Emilio Pacheco).
¡Vale!

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