Arnoldo Kraus Weisman
Los entrecruzamientos entre enfermedad y resiliencia son múltiples. No todos los enfermos tras curar se reinventan y convierten su mal en resiliencia. Quienes lo logran hacen escuela. Al escribir sobre dolor, físico o anímico, resiliencia debería ser tema obligado. No sólo por el significado del concepto, sino por sus posibles implicaciones en el tratamiento de otros enfermos.
No existe una Escuela del dolor: cada enfermo vive su mal de acuerdo a su historia. “No hay enfermedades, hay enfermos”, enseñaban los viejos maestros devotos de la clínica y no del laboratorio. Tenían razón: cada persona vive su mal como vive su vida.
A pesar de las dificultades para construir una Escuela del dolor, la idea es válida: Los enfermos resilientes, sobre todo quienes padecen males crónicos o estuvieron al “borde de la muerte”, son maestros. Después de haber vencido peripecias negativas crean una serie de habilidades: miran desde otros ángulos y hablan desde otro lugar. Los enfermos resilientes transforman esas habilidades en virtudes.
Resiliencia proviene del latín resilio, y significa volver atrás, rebotar, resaltar. Múltiples son las definiciones de resiliencia; destaca, por sencilla, “Capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas y ser transformado positivamente por ellas”; y agrego, “…y modificar experiencias negativas en circunstancias positivas”.
Las personas resilientes “hacen de lo malo algo bueno”, y enseñan cómo afrontar tropiezos. Extraen de las desgracias una cierta sabiduría. La resiliencia no se enseña, se aprende al observar las respuestas de personas en condiciones similares. Pobreza, víctimas de maltrato físico o psíquico, prisioneros de campos de concentración y de abandono afectivo son condiciones predisponentes. Las enfermedades deben incluirse en ese grupo.
Algunos pacientes, tras sobrepasar adversidades físicas o anímicas, se convierten en portadores de mensajes positivos. Debería aprovecharse “ese modo de ser”. Algunos hospitales cuentan con clínicas donde se comparten vivencias y se ofrece apoyo. La voz de los enfermos transmite mensajes provenientes desde la experiencia íntima: sus tonos son distintos. Quienes han recorrido la senda de la enfermedad siembran empatía y comprensión y sirven como modelo para quienes inician su periplo.
Boris Cyrulnik (Francia, 1937), pionero en el campo de la resiliencia, sufrió desde la infancia, por ser judío, atropellos de la Ocupación nazi. De acuerdo a sus estudios —es neurólogo, psiquiatra, etólogo—, la resiliencia permite a las personas renacer después del sufrimiento. Quienes lo hacen, llevan en su equipaje de viaje una serie de recetas llenas de vivencias: los dolores, cuando se comparten, si bien no se curan, se comprenden desde la perspectiva del otro, cuya experiencia, siguiendo a Cyrulnik, permite tejer a cuatro manos.
Algunas personas renacen cuando sanan y otras modifican porciones de su ser tras vencer la enfermedad; en ocasiones se convierten en maestros. Escucharlos es gratificante. Los enfermos resilientes tienen la capacidad de encontrarle sentido a la vida. No preguntan, “¿por qué yo?”, “¿qué hice para merecer este castigo?”.
El enfermo resiliente que sana hace del dolor escuela. Cuando esa sabiduría se comparte con otros individuos afectados por procesos similares, contribuye a mejorar su padecer. Los médicos deberían contar con el apoyo de pacientes resilientes dispuestos a dialogar. Su experiencia los dota de ética y de empatía: saben colocarse en el lugar del otro. Esa terapia empática y compasiva es fundamental para los médicos interesados en el concepto Escuela del dolor. Pensar en el triángulo resiliencia, empatía y ética es necesario.
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