Juan Pablo Becerra-Acosta
ACAPULCO.— En Brisas Marqués los techos de los departamentos del edificio Balandro están desprendidos. Las paredes, las puertas, todo voló en cachitos. Golpeados por rachas huracanadas, los vidrios de las ventanas estallaron y se convirtieron en peligrosos proyectiles que literalmente perforaron la puerta de uno de los hogares. Varias camas volaron y fueron a dar a la avenida del fraccionamiento y a una barranca aledaña, lo mismo que refrigeradores, estufas, hornos, sillones, instalaciones eléctricas, mobiliario de baños. Todo: cuadros, televisiones, vajillas, ropa, nada sobrevivió. Es como si los vientos del huracán se hubieran metido a cada departamento y ahí se hubieran convertido en pequeños tornados que lanzaban todo de lado a lado despedazando lo que encontraban a su paso.
¿Quién va a ayudar a estas miles de personas de clase media que en una noche perdieron sus departamentos edificados a lo largo de toda la zona Diamante, su patrimonio producto de tantos años de esfuerzo, ahorro y deudas? Por lo visto dos meses después de “Otis”, nadie. Están solos, sin ayuda gubernamental o privada.
Recorro toda la bahía de Acapulco, desde la Base Naval Icacos hasta Caletilla. Muy pocos restaurantes abiertos de día, escasos negocios operando. El mar luce transparente, cristalino, calmado: sólo veo un par de motos acuáticas, ni una banana, no hay paracaídas, no hay veleros, no hay yates. La naturaleza agradece la ausencia humana y se regenera.
Hay poquísima gente en las playas caminando, los vendedores no tienen a quién ofertar sus mercancías, Nada, nos hay bisnes, señor. Hasta los que nos cobraban piso no tienen nada qué extorsionarnos. Nada. La Guardia Nacional está a cada tres pasos justamente para evitar que los malandros vengan a joder más a los jodidos del huracán, o sea, a todos.
Acapulco siempre surrealista: en Caleta un enorme yate deportivo de lujo —un Sunseeker que me parece de 55 pies de eslora— ha quedado varado en la playa. Ya es parte del paisaje, de la decoración playera, como si no fuera símbolo de un desastre sino el monumento a una amistosa ballena. A sus sombras se acomodan visitantes y vendedores y al parecer no habrá manera de sacarla de ahí. “Se necesitan labores de astillero para regresarlo al mar, bro”, ilustra el miembro de un grupo de lancheros que no pierden el humor costeño: uno, que ubica al periodista, quiere novatearlo y empieza a contar historias de que, en tiempos boyantes, “El Chapo” Guzmán llegaba en helicóptero y aterrizaba en el techo del hotel de enfrente, negocio que ha dejado de funcionar.
Otro, jura que en una casona del área —Las Playas—, cerca de la Plaza de Toros, aquel capo llamado “La Barbie”, que gobernaba el puerto hace no mucho tiempo, contaba con unas fosas donde tiraba a sus contrarios bien descuartizados. ¿Cómo demonios empezamos a hablar de narco temas si estábamos analizando lo del yate? Uno hubiera pensado que los sicarios emigraron ante las ruinas económicas, pero no, todavía quedan algunos: la madrugada previa a la charla unos asesinos ejecutaron a un expriísta que era precandidato por Morena a la Alcaldía de Acapulco. El narco, como siempre, votando —desde ya— a punta de plomazos.
La noche se ha vuelto muy extraña. La vida nocturna de Acapulco, siempre tan vibrante a pesar de las extorsiones a los antros, ha desaparecido. La Costera es como un túnel silencioso, oscuro. Sus estruendos se han extinguido. Sus pirotecnias se han cebado y sus luces de colores desaparecieron. Por todos lados hay guardias nacionales, lo cual se agradece porque su presencia inhibe a los criminales, pero pareciera que hay un toque de queda, sólo roto por cuatro bares de playa de la Condesa, donde unos cuantos amigos de sospechosa procedencia ocupan una tercia de mesas en cada uno.
Acapulco no tiene foquitos de Navidad. Acapulco tendrá su peor diciembre del que su gente tenga recuerdo. Y Año Nuevo, igual. Quien diga lo contrario es un falsario insensible. O un desinformado contumaz. Vengan a ayudar, lectores, a vacacionar.
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