Francisco Valdés Ugalde (*)
Siguiendo la más ancestral y anacrónica tradición colonial y post-revolucionaria, la 4T impone una nueva “constitucionalidad” por la fuerza del poder y no de la razón. Como si no hubieran llegado al gobierno por las urnas sino por las armas, se miran en el espejo del caudillo tradicional: el hombre (o la mujer) fuerte que hace lo que le viene en gana, aunque también haga elecciones periódicas.
Incurren en la falacia universal del populismo: creer que su visión es idéntica a la de sus representados y que están dispensados de convalidar sus razones en el espacio público, donde se esgrimen, por igual, otras razones distintas. Es una sustitución artificial de los intereses de quienes los apoyan que, como en toda ilusión, terminarán evaporándose en un espejismo —catastrófico, así en Managua, como en Caracas o La Habana—.
Esta imposición de un todo ficticio sobre las partes realmente existentes cierra, ocluye, la deliberación democrática y al usarla como su herramienta principal, sus detentadores demuestran su estirpe autoritaria. Su prestigio está basado en el temor a perder las pensiones y las becas, no en la ampliación del cumplimiento de los derechos de la gente que, en realidad, se han visto reducidos por su Gobierno.
La campaña de Morena por la Presidencia y el Congreso (más nueve gubernaturas y 31 congresos estatales) está fundamentada en la extorsión que se oculta tras dicho temor. Este humor de grandes grupos se alimenta con la percepción de que en la acera de la oposición no hay alternativa a las condiciones sociales de precariedad. Esta última palabra es central para entender el problema. No se trata de los pobres absolutos, sino de las clases medias que son mayoría en México. Pero no son las clases medias que “ya la hicieron”, familias que tienen asegurados los medios de vida, sino los millones que han alcanzado beneficios, pero no los han consolidado con certidumbre. Morena es la manipulación del miedo.
El proyecto de monopolizar el poder en el Ejecutivo sigue su curso. Junto a la desaparición de los órganos autónomos se busca convertir al Poder Judicial en un poder electo. Lo ha dicho hasta el cansancio el Presidente y lo repite su candidata en campaña. Piden al electorado que les dé mayoría calificada para modificar la Constitución. El argumento para elegir a ministros, magistrados y jueces es que así serían responsables ante el “pueblo”. Pero el diablo mete la cola donde menos se espera.
Así de bonito como puede parecer, si la concentración mono-árquica del poder por el Presidente frente a todos los demás poderes y actores se mantiene, fácilmente hará que los juzgadores respondan no a la justicia constitucional y legal, sino a la voluntad de quien controle la Presidencia de la República.
La acción de la justicia no se alinearía con los derechos humanos como carta de navegación fundamental de la impartición de justicia (mucho menos de su procuración), sino que se ajustaría a los dictados de una Presidencia que no respeta límites, a diferencia de las anteriores que mal que bien admitían los dictados finales de los tribunales.
Una transformación restauradora del autoritarismo. Como lo hemos dicho desde que el “Peje” era jefe de Gobierno, lo que tiene en la mira es una variante del sistema presidencialista de partido hegemónico, propagandizado por los que se le han sumado como si fuera la “verdadera” democracia.
La justicia para todos no reside en la graciosa concesión de un soberano usurpador, sino en abrir las ventanas de acceso a un Poder Judicial independiente. Como todas las ventanas, estas tienen dos hojas, la interna y la externa. Desde la interna puede acelerarse la apertura y calidad de los servicios judiciales, aún muy oxidados, y desde la otra la difusión masiva deliberada de los derechos que tienen las personas y de los caminos con que cuentan para hacerlos cumplir. Eso es poner la justicia en manos del pueblo y no el placebo mono-árquico que quiere imponer Morena.
(*) Investigador del IIS-UNAM. @pacovaldesu
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