Los nativos del reino de la Culebra y la Garrapata eran bullangueros por naturaleza. Fiesteros, dicharacheros y francos para decir las cosas de frente, muchas veces sin medir las consecuencias.
A pesar de que todos los gobernantes que habían compartido el poder a lo largo de su historia los habían saqueado hasta el cansancio, ninguno de ellos los privó de su derecho a divertirse, a festejar, a bailar en las calles y hasta de excederse en ocasiones con la crítica social.
Era el Carnaval la fiesta más bullanguera de todas y eran dos días en particular, en los que las autoridades toleraban algunos excesos. El Sábado de Disfraces y el Martes de Pintadera.
En esos días, los soldados del reino se hacían de la vista gorda si observaban a algunos nativos con unas copas de más. Diligentes y serviciales, los gendarmes se ofrecían incluso a llevarlos a sus domicilios para evitar accidentes.
Si en la fiesta de disfraces, los nativos se atrevían a emular a sus autoridades y hacer parodia de la realidad política que imperaba, nadie, ninguno de los gobernantes se había atrevido a mandarlos callar, y mucho menos a golpearlos, detenerlos y encarcelarlos.
Nadie lo había hecho hasta que llegó la Tía Rata. Cargada la bolsa del alma con sus frustraciones, sus complejos, sus traumas y sus padecimientos psiquiátricos, no toleraba ni el mínimo disenso, no soportaba que alguien le lleve la contraria o se opusiera a sus veredictos, por lo que puso a todo el aparato de justicia a perseguir y acallar a sus críticos y políticos opositores.
También incrementó las penalidades para que los nativos no pudieran ejercer su libertad de expresión y su derecho a la diversión, por lo que dispuso más espacios en las celdas y mazmorras para llevar ahí a quienes se propasaran en ese tipo de conductas.
Durante el primer Carnaval de su reinado, la Tía Corrupta desplazó a cientos de gendarmes para acallar cualquier parodia en su contra, y durante el segundo festival de la carne de su periodo, arreció su actitud represora, ordenando que se encarcelara a todo aquel ciudadano que se atreviera a decirle sus verdades.
Sin remordimiento alguno, envió a sus soldados a golpear y masacrar a un grupo de jóvenes que se burlaban de su Gobierno y culpó a sus adversarios políticos más odiados, de haber financiado ese movimiento, al cual calificó como delito grave.
Esa acción represora tuvo reacciones inmediatas. El pueblo entero repudió los excesos policiacos, la intolerancia de la gobernante y su inmadurez para culpar a sus adversarios de algo que fue simplemente el reflejo del verdadero sentir de la gente.
Fue entonces que el rencor popular tuvo un disparo importante. El hartazgo de la gente respecto de sus autoridades aumentó de manera estratosférica y empezó a gestarse en silencio una revolución de conciencias con la mira de derrocar a la Tirana.
(Continúa)
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