Hemos padecido decepciones por elegir a farsantes que una vez que asumen el poder, padecen una metamorfosis acompañada de traiciones y corrupción. Layda Sansores por ejemplo…
A 40 días de que concluya su mandato, el Presidente Andrés Manuel López Obrador a fin alcanzó una de sus metas más icónicas: mandar al diablo a las instituciones. Y lo logró como ninguno de sus antecesores lo había hecho jamás, paralizando el sistema de justicia de todo el país.
Y es que en efecto, desde el miércoles, ni los jueces, ni los magistrados, ni los actuarios, ni algún otro funcionario o trabajador del Poder Judicial de la Federación desempeña sus funciones con la regularidad cotidiana y solo atienden lo que ellos conocen como asuntos urgentes.
Si ya de por sí el aparato judicial mexicano es una tortuga con artritis, a raíz del paro general como protesta por la reforma judicial o “plan C” que impulsan el presidente López Obrador, su partido Morena y sus aliados, con el histórico paro laboral, las cosas se van a complicar y retrasar todavía más.
Fiel a su estilo de hacer política desde siempre, López Obrador ha logrado dividir al país entre quienes aceptan a rajatabla su propuesta de reformar la manera como se designa o se elige a los jueces, y quienes se oponen a partidizar o sectarizar la impartición de la justicia. No se ve un punto intermedio que pueda consensar ambos puntos de vista extremos, de suerte que ganará el más fuerte o el que más aguante. Y pocos creen que el tabasqueño vaya a ceder.
Lo cierto es que quienes estamos padeciendo el sometimiento del Poder Judicial a los caprichos del gobernante en turno, no podemos apoyar en ningún sentido la propuesta de “Plan C” del Presidente y de Morena. La idea de mandar al diablo a las instituciones la entendimos siempre como un recurso retórico o como un exabrupto irreflexivo del entonces candidato presidencial, no como una promesa de campaña.
El sometimiento de jueces y magistrados a las veleidades del o de la titular del Poder Ejecutivo hará añicos tarde o temprano los derechos ciudadanos, y cuando eso suceda ya será tarde para tratar de enmendar las cosas. Por eso no hay que darle todo el poder a quien toda su vida ha evidenciado su proclividad a la tiranía.
Se equivocan quienes piensan que el paso por las urnas o que el voto popular mayoritario es garantía de infalibilidad para la autoridad electa. Por décadas hemos padecido decepciones por elegir a farsantes que una vez que asumen el poder padecen una metamorfosis acompañada de traiciones y corrupción. El ejemplo de Layda Sansores es el más cercano que tenemos los campechanos y con ese nos basta para dejar de creer que los jueces que salgan producto de elecciones, harán mejor trabajo que quienes están ahora. Y mucho menos si el sistema electoral actualmente en vigencia, ya no garantiza que impere la democracia.
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